jueves, 20 de abril de 2023

Paco Alba

 

Habíamos sido compañeros de trabajo durante muchos años, si bien nuestra relación se había limitado a saludarnos en las escasas ocasiones en que nos cruzábamos sin que él estuviera hablando con ningún cliente ni yo acudiera apresurado a resolver algún asunto. De tal modo que tardamos realmente en trabar amistad casi tres decenios, en un periodo en el que coincidimos compartiendo mesa en el mismo bar a la hora de la comida. Ahí conocí no poco de la vida y milagros de Paco Alba.

Paco había nacido en los años treinta del siglo pasado, por lo que su vida empezó con todas las penurias de la guerra y la posguerra. Fruto de la necesidad de tan duros tiempos, aprendió desde muy niño a buscarse la vida. Lo mismo trocaba un gran macetero de bronce, del que su propietario ignoraba el sustancioso valor del material, a cambio de una irrenunciable moto Guzzi, como importaba y exportaba en bicicleta tabaco, licores y cualesquiera productos que le demandaran para o desde la base de Morón. Nunca hacía el camino de vacío ni a la ida ni a la vuelta. Ya de mayor sacó el carnet de conducir de primera y se hizo camionero. Transportó innumerables vigas de hormigón desde Sagunto a Barcelona para la construcción del Nou Camp. Al fin, se cansó de estar tanto tiempo lejos de casa y abandonó la empresa para irse a demandar transportes de lo que saliera en los bares del Barranco, frente a la estación de Córdoba en Sevilla. Fue allí donde le surgió un día la oportunidad de ir a Linares a recoger un Land Rover para traerlo al concesionario. A esta faena se dedicó durante un tiempo. Hasta el día en que fue a ver a la secretaria.

-Buenos días, Paco, ¿qué le trae por aquí?

-Pues mira, que quiero hablar con el director.

-No está y no sé cuándo llegará.

-¿Pero vendrá esta mañana?

-Sí, pero puede que no llegue hasta última hora.

-No importa, yo lo espero.

Y Paco estuvo esperando todo el tiempo del mundo hasta que apareció el director.

-Está aquí Paco Alba, el transportista, que quiere hablar con usted.

-Dile que pase.

-Buenos días.

-¿Qué se te ofrece, Paco?

-Quiero ser vendedor.

-¿Tú te ves con cualidades?

-Yo sí –afirmó Paco enérgico con total convicción.

Tras dudar unos instantes, el director le respondió:

-¿Sabes que te digo? Que más vale un lanzado que un recomendado. Mañana mismo empiezas a trabajar de vendedor en la empresa.

Y allí estaba bien temprano como un clavo Paco antes que nadie, esperando la llegada del jefe de ventas y del resto de vendedores. Asistió a su primera reunión y aprendió todo lo que se puede aprender en una rutinaria reunión de ventas diaria, o sea, nada. Y allá que emprendió Paco su primera salida como don Quijote, armado si no de lanza, escudo y yelmo y cabalgando sobre Rocinante, sí pertrechado de bloc de pedidos con sus correspondientes papeles de calco y conduciendo un seiscientos, por supuesto, de enésima mano. Y como don Quijote, se dejó llevar por su instinto y terminó aquella mañana recorriendo los parajes del Aljarafe. Bajaba una cuesta recta, sin curvas, entre Sanlúcar la Mayor y Espartinas cuando divisó que le precedía una moto cargada con el dueño y unas angarillas. Paco se puso tras él. El otro le hacía señas con el brazo izquierdo para que pasara. Paco se mantenía detrás. El otro insistía en dejarlo pasar. Y Paco, que nones. Paró el de la moto y Paco paró tras él.

-Hombre, le estoy indicando que pase, que no viene nadie.

-Es que yo no quiero pasar, porque lo que quiero es venderle a usted un Land Rover.

El otro le dio menos crédito que el Santander. ¡Cómo iba él a comprar un coche! Paco le relató las excelencias del Land Rover y lo mucho que le ayudaría en su trabajo. Acordaron ir al cortijo de aquel, que se encontraba cerca. El del cortijo se negaba, eso sería muy caro. Paco porfiaba, lo podía pagar a plazos con letras mensuales sin darse cuenta. Entre que sí y que no, les dio la hora de la comida y el de la moto lo invitó a comer en su casa. Continuaron con la discusión, Paco le calculó el precio, al fin lo convenció y comenzó a elaborar el pedido. Se equivocaba, rompía la hoja y la copia y empezaba de nuevo. Volvía a equivocarse y volvía a romper y empezar. Así una y otra vez hasta que dio fin al bloc. Era casi de noche cuando terminaron. A la mañana siguiente nuestro Paco entregó triunfante su primer pedido, firmado ¡en papel de estraza! Ninguna imagen puede reflejar mejor a un auténtico vendedor de raza.

En aquellos tiempos, los vendedores de calle no eran conocidos como comerciales ni agentes ni asesores ni siquiera vendedores… eran viajantes. Y Paco fue siempre un viajante empedernido a quien tanto le quemaba la silla como le apasionaba salir en busca de clientes. Nunca le pesó por lejos que fuera. Más lejos estaba Barcelona. Un día fue a Málaga a visitar a un cliente. Como entonces no existían autovías y hacer en el día el camino de ida y vuelta constituía una peligrosa odisea, ya oscurecido, Paco se sintió cansado y decidió pasar aquella noche en un pueblo que le pillaba más o menos a mitad de camino. Aparcó en una plazuela, contrató una habitación en una fonda, se puso el pijama y se acostó. Antes de dormirse, en la oscuridad, tanteó con una mano debajo de la cama para comprobar si había el acostumbrado orinal. Tocó algo grande y duro que no supo identificar. Se levantó, encendió la luz, se agachó y dio un respingo cuando vio un ataúd. Atropellado, cogió sus pertenencias a puñados y salió corriendo. Aquella noche durmió en el seiscientos.

-¡Me cago en sus muertos! –concluyó Paco su relato con absoluta propiedad.