Habíamos
sido compañeros de trabajo durante muchos años, si bien nuestra relación se
había limitado a saludarnos en las escasas ocasiones en que nos cruzábamos sin
que él estuviera hablando con ningún cliente ni yo acudiera apresurado a
resolver algún asunto. De tal modo que tardamos realmente en trabar amistad
casi tres decenios, en un periodo en el que coincidimos compartiendo mesa en el
mismo bar a la hora de la comida. Ahí conocí no poco de la vida y milagros de
Paco Alba.
Paco
había nacido en los años treinta del siglo pasado, por lo que su vida empezó
con todas las penurias de la guerra y la posguerra. Fruto de la necesidad de
tan duros tiempos, aprendió desde muy niño a buscarse la vida. Lo mismo trocaba
un gran macetero de bronce, del que su propietario ignoraba el sustancioso
valor del material, a cambio de una irrenunciable moto Guzzi, como importaba y
exportaba en bicicleta tabaco, licores y cualesquiera productos que le demandaran
para o desde la base de Morón. Nunca hacía el camino de vacío ni a la ida ni a
la vuelta. Ya de mayor sacó el carnet de conducir de primera y se hizo
camionero. Transportó innumerables vigas de hormigón desde Sagunto a Barcelona para
la construcción del Nou Camp. Al fin, se cansó de estar tanto tiempo lejos de
casa y abandonó la empresa para irse a demandar transportes de lo que saliera
en los bares del Barranco, frente a la estación de Córdoba en Sevilla. Fue allí
donde le surgió un día la oportunidad de ir a Linares a recoger un Land Rover
para traerlo al concesionario. A esta faena se dedicó durante un tiempo. Hasta
el día en que fue a ver a la secretaria.
-Buenos
días, Paco, ¿qué le trae por aquí?
-Pues
mira, que quiero hablar con el director.
-No está
y no sé cuándo llegará.
-¿Pero
vendrá esta mañana?
-Sí,
pero puede que no llegue hasta última hora.
-No
importa, yo lo espero.
Y Paco
estuvo esperando todo el tiempo del mundo hasta que apareció el director.
-Está
aquí Paco Alba, el transportista, que quiere hablar con usted.
-Dile
que pase.
-Buenos
días.
-¿Qué se
te ofrece, Paco?
-Quiero
ser vendedor.
-¿Tú te
ves con cualidades?
-Yo sí –afirmó
Paco enérgico con total convicción.
Tras
dudar unos instantes, el director le respondió:
-¿Sabes
que te digo? Que más vale un lanzado que un recomendado. Mañana mismo empiezas
a trabajar de vendedor en la empresa.
Y allí
estaba bien temprano como un clavo Paco antes que nadie, esperando la llegada
del jefe de ventas y del resto de vendedores. Asistió a su primera reunión y
aprendió todo lo que se puede aprender en una rutinaria reunión de ventas
diaria, o sea, nada. Y allá que emprendió Paco su primera salida como don
Quijote, armado si no de lanza, escudo y yelmo y cabalgando sobre Rocinante, sí
pertrechado de bloc de pedidos con sus correspondientes papeles de calco y
conduciendo un seiscientos, por supuesto, de enésima mano. Y como don Quijote,
se dejó llevar por su instinto y terminó aquella mañana recorriendo los parajes
del Aljarafe. Bajaba una cuesta recta, sin curvas, entre Sanlúcar la Mayor y
Espartinas cuando divisó que le precedía una moto cargada con el dueño y unas
angarillas. Paco se puso tras él. El otro le hacía señas con el brazo izquierdo
para que pasara. Paco se mantenía detrás. El otro insistía en dejarlo pasar. Y
Paco, que nones. Paró el de la moto y Paco paró tras él.
-Hombre,
le estoy indicando que pase, que no viene nadie.
-Es que
yo no quiero pasar, porque lo que quiero es venderle a usted un Land Rover.
El otro le
dio menos crédito que el Santander. ¡Cómo iba él a comprar un coche! Paco le
relató las excelencias del Land Rover y lo mucho que le ayudaría en su trabajo.
Acordaron ir al cortijo de aquel, que se encontraba cerca. El del cortijo se
negaba, eso sería muy caro. Paco porfiaba, lo podía pagar a plazos con letras
mensuales sin darse cuenta. Entre que sí y que no, les dio la hora de la comida
y el de la moto lo invitó a comer en su casa. Continuaron con la discusión,
Paco le calculó el precio, al fin lo convenció y comenzó a elaborar el pedido.
Se equivocaba, rompía la hoja y la copia y empezaba de nuevo. Volvía a
equivocarse y volvía a romper y empezar. Así una y otra vez hasta que dio fin
al bloc. Era casi de noche cuando terminaron. A la mañana siguiente nuestro
Paco entregó triunfante su primer pedido, firmado ¡en papel de estraza! Ninguna
imagen puede reflejar mejor a un auténtico vendedor de raza.
En
aquellos tiempos, los vendedores de calle no eran conocidos como comerciales ni
agentes ni asesores ni siquiera vendedores… eran viajantes. Y Paco fue siempre
un viajante empedernido a quien tanto le quemaba la silla como le apasionaba salir
en busca de clientes. Nunca le pesó por lejos que fuera. Más lejos estaba
Barcelona. Un día fue a Málaga a visitar a un cliente. Como entonces no
existían autovías y hacer en el día el camino de ida y vuelta constituía una peligrosa
odisea, ya oscurecido, Paco se sintió cansado y decidió pasar aquella noche en
un pueblo que le pillaba más o menos a mitad de camino. Aparcó en una plazuela,
contrató una habitación en una fonda, se puso el pijama y se acostó. Antes de
dormirse, en la oscuridad, tanteó con una mano debajo de la cama para comprobar
si había el acostumbrado orinal. Tocó algo grande y duro que no supo identificar.
Se levantó, encendió la luz, se agachó y dio un respingo cuando vio un ataúd.
Atropellado, cogió sus pertenencias a puñados y salió corriendo. Aquella noche
durmió en el seiscientos.
-¡Me cago
en sus muertos! –concluyó Paco su relato con absoluta propiedad.