En el Seminario se vivía en régimen de internado, con
vacaciones de Navidad, Semana Santa y Verano. Las comunicaciones eran
paupérrimas y la economía más que estrecha, así que los que vivían
excesivamente lejos sólo iban a casa en verano.
Tantos días, semanas, meses, cursos de convivencia continua
de día y de noche daban lógicamente para todo tipo de experiencias y anécdotas.
Lo siento, mi mente exquisitamente selectiva sólo alcanza a recordar las
buenas.
Comenzaré con una contada por el Padre Brito, quien más
tarde devino en íntimo enemigo mío como ya adelanté en otra publicación
anterior y del que hablaré más adelante.
Nos relató el caso verídico –también lo son todos los aquí
mencionados, vaya por delante- de un cura –sacerdote en realidad, ya que en el
Seminario la palabra cura estaba proscrita- al que avisaron a última hora para
que fuera a decir misa a un convento de monjas de clausura en sustitución del
titular que se encontraba enfermo. Llegó con el tiempo justo y, lógicamente,
sin haber preparado nada para el sermón. A lo que hay que añadir el
desconcierto que debe producir la primera vez que se habla a personas a las que
no se ven. Así que llegado el momento lo comenzó con estas palabras: “Vengo a
hablar a tontas y a locas”.
El Padre Langarica, un navarro muy activo y entusiasta, nos
contó cómo un cura, perdón, sacerdote, se complicó la vida en una misión en un
pueblo. Hay que saber que en aquella época se hacían misiones por los pueblos
para evangelizarlos y reciclarlos en la doctrina católica, apostólica, romana y
de aquí. Se comenzaba por la mañana casi de madrugada con el rosario de la
aurora, que podía terminar como Dios dispusiera, y se continuaba con otros
actos litúrgicos a lo largo del día. Pues bien, en la misa el tal… sacerdote
viendo lo habitual, que las mujeres se ponían delante y los hombres al fondo
donde aprovechaban para salir de tanto en tanto disimulada y sigilosamente a la
calle a fumar, ideó que las mujeres estuvieran arriba en el coro y los hombres
abajo, irremediablemente atrapados y obligados a abandonar la retaguardia y adelantar
sus posiciones. Y no se le ocurrió otra forma más retorcida de decirlo: “¡faldas
arriba, pantalones abajo!”.
El mismo Padre Langarica, nuestro muy buen profesor de
Matemáticas, partió un día sin previo aviso a una misión en un pueblecito
perdido de montaña de León o Asturias, no recuerdo bien, de esos que quedaban
aislados cuando empezaba a nevar por Laponia. A su vuelta nos contaba que fue
recibido espléndidamente y que todo marchaba a las mil maravillas, pero de
pronto un día la gente dejó de hablarle y todos le volvían la cara. Preguntaba
qué ocurría y nadie le contestaba, hasta que consiguió la respuesta de un
parroquiano: Padre, nos puede llamar pecadores, sinvergüenzas, canallas… lo que
quiera, pero es que nos ha llamado “individuos” y eso es muy gordo. Mejor que
dar explicaciones optó por pedir disculpas porque allí la palabra individuo la
tenían por el peor de los insultos.
Recaló un buen día el Visitador General. No estaba terminada
la iglesia y ofició la misa en la que luego sería sala de visitas. Éramos
muchos, todos, y lo rodeábamos a muy
corta distancia ante lo limitado del aforo. Después de consagrar y cuando iba a
beber el vino se planteó un grave problema teológico. Se acercaba el cáliz a
los labios, no bebía, lo retiraba, pensaba, miraba a los lados, volvía a
acercarlo... Todo el mundo se percató de que había una mosca en el cáliz.
Cuchicheábamos que era la sangre de Cristo, la mosca había muerto borracha,
ahogada, pero consagrada y no le quedaba otra que tomarse el vino con tapa. No
le quitábamos ojo a ver qué hacía el machote. Al final alguien le acercó la
cucharilla de las vinajeras y optó por quitarla y que la tiraran por el
sumidero de un lavabo. Una fullería
teológica como un templo.
Ya en sexto de bachiller, como no debíamos estar en aquel
Seminario Menor sino en el Mayor de Jaén, que se había derrumbado, teníamos
ciertos derechos como el de fumar y
otros actos separados del resto de los menores. Entre ellos, los ejercicios
espirituales, para lo que nos cedieron la capilla de las monjas, perdón,
hermanas. Primer día, primer acto en la capilla. En la última fila, Lázaro, de Cos, Benticuaga y yo mismo. Allí estaba la
campanilla que tocaba Sor Metralla en las misas de las monjas, perdón,
hermanas. Benticuaga -sí, fuiste tú- puso la campanilla en el banco de delante.
Regía la moda de los pantalones de campana muy ajustados por arriba. Cuando fue
a sentarse Zorrilla, lo hizo con tal tino que acertó de pleno en la campanilla,
que le rompió el pantalón y transitó hacia arriba por el único sitio posible.
Se incorpora como un resorte y desconcertado e inclinado hacia delante se movía
de un lado a otro intentando averiguar qué pasaba. La campanilla prendida
gracias al labrado del mango sonaba y sonaba colgando de su trasero en la
escena más cómica que pueda imaginarse. Se acabaron los ejercicios
espirituales. Bueno, continuaron, pero fueron los ejercicios espirituales del
cachondeo.
Era norma que al término de determinados recreos formábamos
en fila de a dos en el porche, el Padre de turno daba unas palmadas y todos
debíamos guardar silencio para entrar al edificio. No sé para qué servía, pero
así era. Aquel día, previo a las palmadas, mi intuición me hizo advertir a los
compañeros que estaba a punto de ocurrir algo por lo que íbamos a ser
castigados sin ver aquella noche la mítica serie “¿Es usted el asesino?”.
Efectivamente, el Padre Brito da las palmadas, que las daba fatal, por cierto,
que casi se rompía las manos, calla todo el mundo y él, dirigiéndose a uno de
los más pequeños, dice: mira, neno –era asturiano-, por tu culpa todos tus
compañeros se quedan esta noche sin televisión. Nunca lo hubiera hecho. Durante
la tarde y la cena encabecé una revuelta para mostrar nuestra protesta. Hicimos
canciones, adaptamos la letra de otras y al final del día las cantamos una y
otra vez a voz en grito, algo verdaderamente inusual y hasta extravagante en un
Seminario. Recuerdo particularmente:
“Asturias, patria querida,
Asturias de los borricos,
quién estuviera en Asturias
cuando está aquí el padre Brito”.
Quedamos castigados sin remisión. Pasaron varios días de
silencio espeso del Padre Brito hasta que por fin nos reúne en el salón de
estudios y nos/me larga una reprimenda digna del monje Jorge de Burgos del aún
nonato “El nombre de la Rosa”. Había consultado con su director espiritual ¿^_^? y había rebuscado hasta encontrar un texto,
creo que de Santo Tomás, sobre el burlón. Lo leía cual si de una letanía se
tratara elevando el tono en la palabra clave: el BURLOOOON, bla, bla, bla… el
BURLOOOON, bla, bla, bla… el BURLOOOON, bla, bla, bla… Y sólo me miraba a mí,
aunque mantenía la distancia. Le aguanté la mirada lo mejor que supe para no
desafiarle y al mismo tiempo cuidando de que no se envalentonara. Finalmente
todo se saldó con un castigo colectivo de un mes sin televisión, que nosotros prolongamos
voluntariamente haciéndolo extensivo al resto del curso en señal de protesta. Y
el Padre Brito y yo fuimos felizmente enemigos íntimos para siempre.
En Ávila estuve tres turbulentos y disputados meses. Fuimos
al noviciado, un año perdido no se sabe muy bien para qué, entre el final de
Preuniversitario y el comienzo de los estudios de Filosofía y Teología. Había pocos curas y mal avenidos. El Superior
era una cuchara que ni pinchaba ni cortaba; el director de novicios, un cura de
mente muy limitada que envidiaba y no le dirigía la palabra por celos al padre
Fernando, un tío inteligentísimo, escritor y con el que preferíamos conversar; un cura
pirado que vivía allí y que acosaba al hermano Mateo –una de las categorías de
la congregación-; el padre Benito, del que sólo sabíamos que dirigía el rezo
del rosario a unas beatas cada tarde en una apresurada carrera: rezaba la
primera oración del Ave María y apenas empezaban las beatas con la segunda él les
hacía la pescadilla y empezaba la siguiente, eso sí, en lugar de bendito decía
benito, “benita tú eres…” y “benito es el fruto…”. Por último el cura Esteban, cómplice
nuestro, a este sí le decíamos cura y andaba a medio camino entre el resto de
curas y nosotros con quienes escapaba al hospital cada dos por tres para ver a
una novicia guapísima. Y conseguíamos verla siempre y cada día era más guapa,
inconmensurablemente guapa. Entre la inoperancia del Superior y los celos del director
de novicios hacia el Padre Fernando, allí se armó la de Dios es Cristo, nos
adelantaron las vacaciones de Navidad con la orden de que no dejáramos ninguna
pertenencia, que ya avisarían quién volvía y quién no.
Decidí no volver al Seminario, no obstante el Padre Antonino
me remitió una carta en la que con otras palabras venía a decirme que ni se me
ocurriera hacerlo. Digamos que me echaron de mutuo acuerdo.
De haber seguido hubiera podido ser el primer obispo ateo, singularidad
cósmica nada desdeñable, y mira que puse de
mi parte. Me temo que la Iglesia sufrió una pérdida irreparable. Ellos
sabrán.