También
yo fui casi cocinero antes que casi fraile. Y digo casi porque, en verdad, nadie
consigue nada plenamente. No llegué a cocinero, pero sí vine si no a gozar
tampoco a sufrir un estadio intermedio entre la cocina de las monjas y los
platos de la mesa de los curas: los olía, pero no los cataba. Los platos digo. Menos
aún a los otros, debo añadir para disipar cualquier sospecha. Tampoco alcancé
la categoría de fraile, porque aquella congregación no se nutría de legos, puesto que
cartuja no era, sino de simples seminaristas, y a tal grupo pertenecí hasta que,
pasados los años, ya en el noviciado, fui devuelto a los corrales. Quiero decir
que me expulsaron inmisericorde, a la mayor gloria de Dios, por delito de
rebeldía, ¡vaya por Él! ¿Y qué se me había perdido en el refectorio de los
curas? A ello voy.
Frisaba
servidor a la sazón los trece años cuando recalé en aquel semillero y, como ya
con diez había pertenecido al coro de otro seminario, diocesano éste, y había cantado
como solista en la parroquia de mi pueblo serrano, vine a
engrosar las filas del coro
del nuevo seminario, formado por una treintena de voces divididas en cuatro
categorías: tiples primeros, tiples segundos, barítonos y bajos. Como quiera
que mi voz era aún aguda a aquella edad, quedé encuadrado en los tiples
primeros. Sólo diré que alcanzamos a cantar con solvencia magníficas piezas de
toda índole, tanto religiosas como paganas, fúnebres como festivas. Pero
volviendo al cuento, si aguda y clara era mi voz en aquel menester, no había de
valer menos para otros, y así fui elegido para ejercer de lector en el
refectorio de los curas.
Dos eran
las lecturas que se hacían a mediodía, de ahí el plural del título. Antes de
comenzar a yantar los curas, y puestos en pie, leía yo una página del
Martirologio Romano. A falta de otra cosa, a aquella hora me comía la zozobra cuando
abría el libro por que estuviera debidamente señalizada la página a leer, que
no era en el lógico orden secuencial, sino que obedecía a un algoritmo oculto
sólo conocido por iniciados. O eso nos decían. Lo cierto es que hoy he sabido
que no existía tal esoterismo, sino que la página correspondía a la de la vida
del mártir cuya festividad se celebraba al día siguiente. Leído el
Martirologio, tomábamos asiento: los curas en sus mesas dispuestas en forma de
U y servidor en una mesita al pie, en la abertura de dicha vocal. En la comida
y en la cena leíales un libro, lo recuerdo gordo, de temática piadosa o, al
menos, no inconveniente, mientras un compañero servía a los curas la comida que
las monjas le dispensaban a través de una ventana abierta a la cocina. Solo se
oía el sonido de los platos y cubiertos y mi voz lectora. A veces, la voz casi
imperceptible de un cura muy viejecito y con demencia senil, que con la boca
cerrada y aguantando la respiración negaba con la cabeza al tiempo que emitía,
cual lechuza, un “uuuuuuu” con el que expresaba su desagrado ante un plato que
no fuera de su agrado. Si el compañero que servía las mesas no andaba listo en
retirárselo, el pobre orate terminaba por revolearlo con estruendo y estropicio.
Días
había, los menos, que, a su exclusiva discreción, el Padre Superior avisaba
para que detuviera la lectura en el siguiente punto y aparte. Es patente que ni
En busca del tiempo perdido, de Proust, ni el Ulises, de Joyce, hubieran podido
ser nunca candidatos a ser libros de refectorio, so peligro de demorar toda la
comida y aun la siguiente en espera de dicho punto. Llegado al tal, yo callaba
y él daba parleta, esto es, proclamaba “Benedicamus Domino”, a lo que
respondían los demás curas “Deo gratias”. Significaba que hasta ahí había
llegado en esa comida la lectura y comenzaban a charlar entre ellos, a lo que
yo colocaba la señal, cerraba el libro y abandonaba el refectorio. Me
interesaba que, de dar parleta, lo hiciera mejor al comienzo, porque podía ir a
comer en el turno de los compañeros, o hacia el final, para no tener que
aguantar el hambre aguardando en exceso al compañero que servía a los curas y
con quien comía de ordinario, solos como proscritos.
Me
enorgullezco de poder afirmar que jamás me tuvieron que corregir. Andando el
tiempo, en el Seminario Mayor, en donde éramos comensales del mismo refectorio
curas y seminaristas, el lector de turno leyó “Carlos Uve”, a lo que el
Superior tocó una campanita para que corrigiera. El lector repetía muy seguro
de sí, una y otra vez, “Carlos Uve”. Para sacarlo de su ensimismamiento, el
Superior tuvo que preguntarle por la megafonía “¿no conoces a Carlos Quinto?”.
Fue grande el jolgorio.
En este
ejercicio de lector permanecí hasta que mi voz abandonó el timbre de tiple, mutando
al de barítono. Los curas se quejaron de que no se entendía lo que decía. Merced
a aquel cambio tan inoportuno como deseado por mi hombría y a la pésima
acústica de aquella sala de paredes desnudas, perdí mi condición de lector de
viva voz, desde entonces solo acostumbro a leer para mis adentros.
Hoy está
en boga el audiolibro. ¿Y qué otra cosa fui yo en aquel entonces, Franco
viviente? Moderneces a mí…