jueves, 24 de marzo de 2022

Audiolibros

 

También yo fui casi cocinero antes que casi fraile. Y digo casi porque, en verdad, nadie consigue nada plenamente. No llegué a cocinero, pero sí vine si no a gozar tampoco a sufrir un estadio intermedio entre la cocina de las monjas y los platos de la mesa de los curas: los olía, pero no los cataba. Los platos digo. Menos aún a los otros, debo añadir para disipar cualquier sospecha. Tampoco alcancé la categoría de fraile, porque aquella congregación no se nutría de legos, puesto que cartuja no era, sino de simples seminaristas, y a tal grupo pertenecí hasta que, pasados los años, ya en el noviciado, fui devuelto a los corrales. Quiero decir que me expulsaron inmisericorde, a la mayor gloria de Dios, por delito de rebeldía, ¡vaya por Él! ¿Y qué se me había perdido en el refectorio de los curas? A ello voy.

Frisaba servidor a la sazón los trece años cuando recalé en aquel semillero y, como ya con diez había pertenecido al coro de otro seminario, diocesano éste, y había cantado como solista en la parroquia de mi pueblo serrano, vine a engrosar las filas del coro del nuevo seminario, formado por una treintena de voces divididas en cuatro categorías: tiples primeros, tiples segundos, barítonos y bajos. Como quiera que mi voz era aún aguda a aquella edad, quedé encuadrado en los tiples primeros. Sólo diré que alcanzamos a cantar con solvencia magníficas piezas de toda índole, tanto religiosas como paganas, fúnebres como festivas. Pero volviendo al cuento, si aguda y clara era mi voz en aquel menester, no había de valer menos para otros, y así fui elegido para ejercer de lector en el refectorio de los curas.

Dos eran las lecturas que se hacían a mediodía, de ahí el plural del título. Antes de comenzar a yantar los curas, y puestos en pie, leía yo una página del Martirologio Romano. A falta de otra cosa, a aquella hora me comía la zozobra cuando abría el libro por que estuviera debidamente señalizada la página a leer, que no era en el lógico orden secuencial, sino que obedecía a un algoritmo oculto sólo conocido por iniciados. O eso nos decían. Lo cierto es que hoy he sabido que no existía tal esoterismo, sino que la página correspondía a la de la vida del mártir cuya festividad se celebraba al día siguiente. Leído el Martirologio, tomábamos asiento: los curas en sus mesas dispuestas en forma de U y servidor en una mesita al pie, en la abertura de dicha vocal. En la comida y en la cena leíales un libro, lo recuerdo gordo, de temática piadosa o, al menos, no inconveniente, mientras un compañero servía a los curas la comida que las monjas le dispensaban a través de una ventana abierta a la cocina. Solo se oía el sonido de los platos y cubiertos y mi voz lectora. A veces, la voz casi imperceptible de un cura muy viejecito y con demencia senil, que con la boca cerrada y aguantando la respiración negaba con la cabeza al tiempo que emitía, cual lechuza, un “uuuuuuu” con el que expresaba su desagrado ante un plato que no fuera de su agrado. Si el compañero que servía las mesas no andaba listo en retirárselo, el pobre orate terminaba por revolearlo con estruendo y estropicio.

Días había, los menos, que, a su exclusiva discreción, el Padre Superior avisaba para que detuviera la lectura en el siguiente punto y aparte. Es patente que ni En busca del tiempo perdido, de Proust, ni el Ulises, de Joyce, hubieran podido ser nunca candidatos a ser libros de refectorio, so peligro de demorar toda la comida y aun la siguiente en espera de dicho punto. Llegado al tal, yo callaba y él daba parleta, esto es, proclamaba “Benedicamus Domino”, a lo que respondían los demás curas “Deo gratias”. Significaba que hasta ahí había llegado en esa comida la lectura y comenzaban a charlar entre ellos, a lo que yo colocaba la señal, cerraba el libro y abandonaba el refectorio. Me interesaba que, de dar parleta, lo hiciera mejor al comienzo, porque podía ir a comer en el turno de los compañeros, o hacia el final, para no tener que aguantar el hambre aguardando en exceso al compañero que servía a los curas y con quien comía de ordinario, solos como proscritos.

Me enorgullezco de poder afirmar que jamás me tuvieron que corregir. Andando el tiempo, en el Seminario Mayor, en donde éramos comensales del mismo refectorio curas y seminaristas, el lector de turno leyó “Carlos Uve”, a lo que el Superior tocó una campanita para que corrigiera. El lector repetía muy seguro de sí, una y otra vez, “Carlos Uve”. Para sacarlo de su ensimismamiento, el Superior tuvo que preguntarle por la megafonía “¿no conoces a Carlos Quinto?”. Fue grande el jolgorio.

En este ejercicio de lector permanecí hasta que mi voz abandonó el timbre de tiple, mutando al de barítono. Los curas se quejaron de que no se entendía lo que decía. Merced a aquel cambio tan inoportuno como deseado por mi hombría y a la pésima acústica de aquella sala de paredes desnudas, perdí mi condición de lector de viva voz, desde entonces solo acostumbro a leer para mis adentros.

Hoy está en boga el audiolibro. ¿Y qué otra cosa fui yo en aquel entonces, Franco viviente? Moderneces a mí…

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