viernes, 25 de diciembre de 2015

UNCIDO



                               Aquí puedes leer los primeros capítulos de mi libro UNCIDO.













Uncido

Manuel Domínguez



















UNCIDO

MANUEL DOMÍNGUEZ

© Manuel Domínguez, 2015

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización expresa de los titulares del copyright, la reproducción y distribución parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento.



ISBN-13: 978-8460838081
ISBN-10: 8460838080


Noviembre de 2015



















A mis padres
desde el recuerdo inmarcesible.



















Capítulo 1  (1936) De la familia de Manuel y de cómo conocieron el estallido de la guerra


Era capaz de recordar incluso retazos desvaídos de antes de que aprendiera a andar, lo que sucedió el mismo día que cumplía un año. La memoria de El Manantial lo marcaría indeleblemente, mostrándose siempre obsesivamente vívida, el refugio seguro al que acudir en los trances difíciles, cuando la angustia destapa el abismo bajo los pies, y al mismo tiempo, el lugar fatídico de amenazantes secretos que, por nada del mundo, debían ser revelados.
Para cuando estalló la guerra, Manuel aún no tenía ocho años. Hijo único, vivía a dos leguas del pueblo de la sierra, Entrecerros, en la enorme dehesa de encinas, alcornoques y olivos de El Manantial, la finca más grande y fértil de las que poseía don Máximo, donde trabajaban dócilmente sus padres de sol a sol. Su padre, Diego, de apodo familiar El Pazguato, gracias a sus habilidades y dedicación abnegada, gozaba de la confianza del capataz, Francisco, serio como un miura, de trato seco como los trastos de una era, rostro muy alargado y apodado por méritos propios, que no heredado, El Jáquima. El capataz encomendaba a Diego toda suerte de labores agrícolas y ganaderas, así como cuantos trabajos surgían, ya fuera de albañilería, cuando se requería en el cortijo, como de reparación del vallado de piedra y tantos otros, que en el campo era preciso conocer de todo. Para su madre, Carmen, los días discurrían en un constante trajín de limpiar y ordenar las estancias del cortijo y en lavar y planchar la ropa de la familia de don Máximo hasta la caída de la tarde, que hacía las mismas labores, además de la frugal comida para los tres, en la reducida choza en que vivían o, más propiamente, dormían, cerca de la gañanía, no muy lejos del cortijo.
Hasta los cuatro años Manuel siempre acompañó a su madre. Distraía el tiempo ayudándole a mover muebles en la medida que sus fuerzas se lo permitían y acarreando trastos, menos la ropa sucia, que no consentía su madre que cargara con la de nadie, así como tampoco le permitía acercarse a las planchas de carbón por el riesgo cierto de quemarse.
Aún no había cumplido los cinco el día en que porfió por acompañar a su padre; desde entonces no se separaba de él. Aunque duros y cansados, aprendía ayudándole en todos los trabajos, al tiempo que le encandilaba la destreza con que los ejecutaba y la fuerza inmensa que tenía. Se ensimismaba observando con qué esmero amolaba con el asperón la hoja de la guadaña y cómo con cortes limpios, describiendo amplios arcos, segaba a la altura exacta la alfalfa, que caía blanda y desmayada del lado de la implacable cuchilla; la maña con que recogía la hierba con el bieldo de una sola pasada, reuniéndola y ensartándola en los dientes desde arriba. Admiraba la facilidad con que amasaba con el azadón la arcilla roja con agua y paja, formando una mezcla homogénea con el punto de humedad idóneo, cómo la lanzaba con el palustre contra la pared en el sitio exacto y con el mismo, sin valerse de la llana, la alisaba a continuación con hábiles movimientos de muñeca, conformando un enlucido perfecto. Disfrutaba de las correrías por la dehesa con Luchi, una perrita muy lista de oído fino, y con Peligro, un cruce de mastín y mixtolobo, que bien se compadecía con su nombre; unos días, de porqueros con las piaras de cochinos ibéricos; otros, de pastores de las impasibles ovejas y de las díscolas cabras, a las que Luchi sola se bastaba para impedir que se descarriaran. Con los carneros y con los chivos debía permanecer alerta, que al menor descuido pretendían tromparlo, si bien nunca lo consiguieron y todo el que lo intentó recibió un buen palo de su padre, seguido de un vapuleo de lo lindo por parte de Peligro, que no se andaba con miramientos y los escarmentaba. Pronto supo defenderse por sí mismo con una garrota de acebuche acabada en porra que le preparó su padre. Aprendió a tirar piedras al modo cabrero, levantando hacia atrás el brazo estirado y bajándolo violentamente hacia adelante hasta detenerlo bruscamente en el costado, al tiempo que soltaba el canto, que salía disparado a gran velocidad. A fuerza de tesón, practicando incansable todos los días durante horas, vino a desarrollar una puntería admirable que utilizaba no para castigar a los animales, sino para que las piedras golpearan el suelo tan cerca y en el lugar adecuado como para asustarlos y volverlos al rebaño. Solo en una ocasión en que un chivo encaramado a un risco se declaró en rebeldía y no se avenía a razones, no halló otra solución que atinarle en un cuerno, truncándoselo y haciéndolo volver transformado en remedo de unicornio. Para el año treinta y cinco, ya estaba más que capacitado y, recién cumplidos los siete, su padre le encargó que realizara el cuidado de los animales solo, acompañado siempre de los perros, que a él le servían de compañía y a su padre le daban la tranquilidad de la defensa que le proporcionaban.
Jamás rehusaba ni se aburría pastoreando ni ayudando y aprendiendo todas las faenas, por más que nada era liviano. Soportaba como un hombre el cansancio de las horas de caminata con las piaras y rebaños, el aguaviento que le calaba hasta los huesos, incapaz de contenerlo la capa, el frío del largo invierno que penetraba el cuero endurecido de las botas, los gruesos pantalones de paño y la recia pelliza, produciéndole dolorosos sabañones en orejas y dedos de manos y pies, el mismo frío que en la alberca y los abrevaderos helaba el agua tornándola en espejos duros sobre los que se estrellaba el bajo sol cegador, obligándole a romper los carámbanos con la garrota para que bebieran los animales. En el otro extremo, el calor del tórrido verano cuando el sol caía a plomo en el centro del día desatando la furia de chicharras, alacranes, avispas y abejas. Le divertía dirigir a su antojo el canto estridente de la chicharra, provocando ruido para que callara y permaneciendo en silencio para que cantara. Sabía cómo mover las piedras bajo las que solían esconderse los alacranes y, cuando descubría alguno, se apresuraba a aplastarlo con el tacón de la bota antes de que se le acercara Luchi, siempre presta, y recibiera el peligroso aguijón en el hocico. No era infrecuente que le picaran las avispas, sobre todo, cuando llevaba los animales a los abrevaderos, en donde pululaban, si bien tenía la fortuna de que no le hacían mucha reacción, aunque algunas veces le picó una abeja o una avispa terrera, más dolorosas y peligrosas, viéndose obligado a practicar el remedio que le enseñó su padre de aplicarse una cataplasma de barro amasado con su propia orina. Sentía más que respeto por la víbora y el alicante, que solo con verlos se le erizaban los vellos y le producían una inquieta desazón que se le manifestaba en forma de cosquilleo nervioso en los antebrazos y en las corvas. Si bien la primavera y el comienzo del otoño eran afables, las inclemencias del tiempo y las exigencias de la tierra endurecían la vida en el campo el resto del año.
Cada día al anochecer, en la choza, tras la cena ligera, caía destroncado en el jergón de farfolla de su cama, arropado a conciencia por su madre en las frías noches con dos pesadas y ásperas mantas y una cálida zalea de oveja que lo cubría por completo, y dormía de un tirón hasta el amanecer.
Ni en aquellos años ni en muchos después se conoció en el campo otro descanso que los domingos y fiestas de guardar, en los que no se trabajaba en labores agrícolas ni se sacaban los animales al campo, aunque, naturalmente, se limpiaban los establos y cercados y se les procuraba forraje y agua. Los braceros abandonaban el sábado, por la tarde, la enorme gañanía, capaz de albergar hasta ochenta hombres, y marchaban al pueblo al remudo, los mayores para disfrutar de sus familias y los jóvenes, de la diversión.
La confianza depositada en Diego y Carmen era como una condena por la que, para El Jáquima, nunca era momento idóneo para que la familia fuera al pueblo, haciéndolo muy de tarde en tarde, a veces por la necesidad ineludible de acudir al médico por alguna enfermedad, que había períodos de años en que no lo visitaban, lo que era de agradecer, señal de que estaban sanos.
Tal era el aislamiento en que vivían, que lo único que conocieron del estallido de la guerra fueron los comentarios imprecisos y pavorosos que traían del pueblo El Jáquima y los escasos jornaleros que acudieron a trabajar el lunes, veinte de julio. Vivían en la zozobra del paso de los días sin saber qué suerte pudieran correr ellos y sus familias ni si se inclinaría de uno u otro bando ni cuánto tiempo habrían de esperar, lo que hacía que los más se mostraran extremadamente cautos y evitaran comentarios comprometedores ni en un sentido ni en el contrario. La preocupación se transformó en pánico el nueve de agosto, domingo,  con el estruendo de los disparos que restallaban en el aire de la sierra y agredían la paz del campo, haciendo aullar a los perros. Desde el lunes, diez, en que no se presentaron los últimos jornaleros que habían permanecido trabajando desde el comienzo de la guerra, en el silencio de la madrugada, con las primeras luces del día, se escuchaban disparos de fusiles allá por el cementerio, en el camino de la finca al pueblo. En cualquier dirección que la alejara del mismo, podía verse la intrincada orografía de los montes salpicada de gente diseminada que huía a esconderse.
En El Manantial, solo quedaron El Jáquima, Juan El Lacio y la familia de Diego. El Jáquima, inquieto y cauteloso, iba y venía cada dos o tres días de despachar con don Máximo, quien había decidido mantenerse en el pueblo con su familia por sentirse más seguros. Juan era un hombre mayor, soltero, escueto de carnes, desgarbilado que parecía como si la holgada camisa le tirara hacia adelante del cuello y hacia el costado del hombro derecho, las rodillas siempre ligeramente flexionadas, dándole un aspecto que hacía honor al apodo familiar de El Lacio, muy trabajador, de carácter bondadoso y muy servicial; también permanecía muchos fines de semana en el campo sin visitar el pueblo. Pronto fue amainando la inquietud en el ánimo de El Jáquima, al tiempo que la sustituía por un despotismo que crecía por día. Nunca había dado pie a que nadie a sus órdenes viera en él nada distinto de lo que en realidad ejercía, de manijero, pero ahora mostraba a las claras su decisión de aumentar la distancia en el trato. Cual si de un general se tratara, reunió a sus parcas huestes, que no eran sino Juan El Lacio y los padres de Manuel, y con amenazantes palabras extemporáneas los exhortó abriendo mucho los ojos y levantando las cejas, lo que le confería un aspecto aún más alargado a su rostro, tanto que, de hacerse realidad el apodo, sin duda el bocado le habría apretado la comisura de los labios, “que aquí la gente se ha creído que es alguien y ha habido mucho libertinaje y cada uno de los que ahora no saben dónde esconderse ha hecho lo que le ha dado la gana y esto se ha acabado. Así que a trabajar y a callar. Y tened en cuenta la suerte que tenéis de estar vivos y no andar por los cerros como todos esos. Y aquí de exigencias ya, ninguna”. El Lacio y los padres de Manuel se sintieron agredidos e, incrédulos, se miraron disimuladamente con caras de sorpresa; jamás habían hecho otra cosa que trabajar, obedecer y callar. El rostro de Carmen, que reflejaba el pavor que le producían el ruido de los disparos y la angustia de la visión de la gente en desbandada, unido a no tener noticias de sus padres, sus cuatro hermanos y dos hermanas, así como de los padres, única familia, de su marido, se ensombreció aún más al escuchar las palabras de El Jáquima, que parecían vaticinar mayores desgracias. Sintió que la pesadumbre la aplastaba y la empequeñecía hasta casi hacerla desaparecer, como queriendo hallarle justificación al mote familiar de La Poquita, al tiempo que crecía en ella el miedo a un incierto futuro, que se había transmutado, de sopetón, en presente tenebroso.



Capítulo 2  (1936) Donde Manuel y sus padres se topan de bruces con los desastres de la guerra


Al atardecer del sábado, veintidós de agosto, Diego se fue en busca de El Jáquima. Hacía dos semanas que el ejército sublevado había entrado en el pueblo y necesitaba ir con Carmen y su hijo a conocer de primera mano la suerte de sus familiares. Sabiendo que solo quedaban trabajando en la finca Juan El Lacio y ellos, había pensado con detalle lo que debía decirle al capataz para obtener su consentimiento. Lo encontró en el patio de cuadras del cortijo; al verlo, se le obnubiló la mente y se le trastocaron las ideas y el orden en que quería transmitirlas. “Francisco, quería pedirle… bueno, que quería decirle que mañana, domingo, quiero ir con Carmen y el niño al pueblo”. “¡Cómo que quieres ir al pueblo!”, se exaltó iracundo El Jáquima, “¡¿Pazguato, tú estás loco?! Sabes, de sobra, el trabajo que hay aquí”. Diego tragó saliva mirando al suelo, levantó la vista y forzando el tono tranquilizador, “no se preocupe, me levantaré temprano y dejaré a los animales aviados. Todavía son los días largos y estaremos de vuelta para la hora de echarles de comer por la tarde”. Esperó un instante por si el capataz quería decir algo y enseguida añadió para fortalecer su argumento “en el cortijo, como no están los señoritos, hay menos faena y Carmen lo lleva todo al día”. La mente de Diego había recobrado el sosiego y acertaba con lo que tenía que decir, si bien no con el orden ni las palabras que tanto se había preparado de antemano. El capataz no estaba convencido, “sí, pero esto se queda todavía más solo de lo que está”. “Serán unas horas”, insistió Diego. No quiso expresar nada más que supusiera una legítima reclamación de su derecho a disponer de aquel día ni manifestar que él no era el guardián de la finca para evitar el previsible enfado del capataz y que se negara en redondo a dejarlos ir. “Aquí nadie hace más que complicarme la vida”, se quejó El Jáquima, cebándose precisamente con uno de los pocos que continuaban en la finca. “Va a ser un día nada más y usted se imagina lo preocupados que estamos por nuestra familia”, casi rogó Diego. “Está bien, tú verás, pero a los animales hay que alimentarlos y las cuadras se tienen que quedar limpias”, accedió El Jáquima de mala gana. “No se preocupe, ya le he dicho que me levantaré temprano. Juan me echará una mano, lo he hablado con él”. Ya se retiraba Diego cuando le llamó la atención el capataz “ah, ¿cómo pensáis ir? Ni se os ocurra llevaros ninguna bestia, que vais expuestos a que os asalten por el camino y os la roben”. Fue una sorpresa para Diego, que no había previsto esa negativa y confiaba en ir con el borrico para aliviar a Carmen y al niño en el camino. “Está bien”, se apresuró a aceptar decidido, disimulando la resignación para que el capataz no la percibiera como un signo de debilidad, “iremos andando”.
No pudo pegar ojo aquella noche, dándole vueltas a la idea de que pudieran ser asaltados camino del pueblo. Temía por su mujer y su hijo y se revolvía nervioso en la cama junto a Carmen que, callada e inmóvil, tampoco dormía; por momentos se tranquilizaba pensando que, si bien al principio, cuando estalló la guerra, el capataz distanciaba las visitas al pueblo para despachar con don Máximo, escoltado por dos hombres a caballo, armados de escopetas y acompañados de varios perros, en los últimos días había ido solo casi a diario e incluso se atrevía a creer que sin mayores precauciones, tan solo con el perro pachón que le precedía a todas partes y que más que de defensa servía para anunciar la llegada de su dueño. ¿Por qué, entonces, le había advertido del peligro? Y volvía a rondar en las mismas ideas una y otra vez en un mar de dudas y desasosiego. Aún no había amanecido y cuando creía haberse tranquilizado definitivamente, se sobresaltó con el ruido de los disparos que se repetían a diario al alba por el cementerio. Aquel día, el ruido le pareció más fuerte, acaso porque soplaba un leve viento del sur, y se alarmó como nunca pensando que tenían que pasar por el camposanto, camino del pueblo. Se levantó de la cama aún casi de noche y se vistió a tientas con la escasa luz de la luna en cuarto creciente que se filtraba por las rendijas del ventanuco de la choza. Carmen también se levantó sin haber dormido y cerró la puerta por dentro cuando salió Diego, al que enseguida se le unieron Luchi y Peligro. Caminó deprisa hasta las cuadras del cortijo por aquel sendero más que trillado para él, iluminado suficientemente por la luna y los primeros albores del día. Necesitó encender un par de candiles en el interior. Cuando llegó Juan El Lacio, ya había limpiado Diego el estiércol de más de la mitad de las cuadras, chasqueando a cada caballo para que se apartara, que aún permanecían echados. “Sí que te has dado prisa hoy, ¿a qué ánimas les has rezado?”, fue la manera de dar los buenos días Juan. “Pues ya ves, Juan”, fueron a su vez los de Diego. Entre ambos terminaron de limpiar lo que faltaba y recoger las camas de los caballos contra la pared bajo el pesebre, en el que echaron una brazada de paja y medio celemín de cebada para cada animal. Clareaba, aunque todavía no había salido el sol.
De vuelta a la choza, se encontró con Carmen y el niño ya preparados para partir. Tomó un café de malta de pucherete que apartó Carmen de las trébedes y una rebanada de pan recién tostado con aceite y sal, se colgó al hombro la quincana con la comida que había preparado Carmen y emprendieron la marcha acompañados de Luchi y Peligro que echaron a andar alegres de medio lado por delante, mirando a padres e hijo y moviendo las colas. Nunca Diego había apreciado tanto la compañía de Peligro como en aquel momento.
El sol asomaba ya sobre los montes a su izquierda aunque la mañana aún era fresca. Caminaban a buen paso, en silencio y atentos a cualquier movimiento que pudieran detectar, mirando desconfiados a sus espaldas con frecuencia. Solo oían sus pasos, ocasionalmente los golpes sordos de las garrotas contra el suelo, el jadeo de los perros y el canto estridente de los grillos cebolleros. Habían recorrido sobre legua y media y se detuvieron antes de la salida de la curva del camino tras la que se hallaba el cementerio. Diego llamó con una señal a los perros para que se estuvieran con él y no ladraran. Parapetados tras una carrasca, pudieron ver a varios soldados que se sacudían a manotazos mangas y perneras, cambiando de manos los fusiles, zapateaban con las botas el suelo polvoriento y finalmente subían a un camión que, tras varios intentos agónicos, consiguió poner en marcha el motor, partiendo renqueante hacia el pueblo. “Menos mal”, murmuró el padre aliviado por no haber sido advertidos. “Gracias al Señor”, suspiró la madre. A Manuel le llamaron la atención los soldados y el camión, al punto de que los recordaría siempre, aunque en aquel momento no se percatara del significado de lo que acababa de presenciar. Reanudaron la marcha con paso más precavido. La cancela del cementerio estaba abierta, el padre se quitó la gorra en señal de respeto y la madre se santiguó. Miraron de reojo con cautela y vieron a alguien que se movía al fondo. Diego creyó reconocer al sepulturero. Volvieron a apretar el paso para dejar atrás el cementerio cuanto antes. A lo lejos, les precedían los estertores del motor del camión que culebreaba con dificultad por las curvas, arreciando el rugido en las empinadas cuestas como si fuera a estallar.
A la llegada al pueblo, quedaron sobrecogidos. Era casi media mañana y no había nadie por las calles. Las puertas de las casas estaban cerradas, los postigos de las ventanas, entornados, y herían las fachadas, recién encaladas al inicio del verano, obscenos impactos de proyectiles como salpicaduras de barro en el vestido de boda de una novia rica. La torre de la iglesia sobresalía mostrando una gran y amenazante mella en una arista. La tierra y caliches desprendidos de las paredes y el estiércol de las caballerías daban a las calles un aspecto de suciedad y abandono. Decidieron evitar las más céntricas, dando un rodeo por el lejío para dirigirse a la casa de la familia de Carmen. De cuando en cuando, oían algún leve ruido en el interior de alguna casa; aunque no veían a nadie, percibían que eran observados. Durante el trayecto, tirados en el suelo, encontraron varios cadáveres de hombres sobre los que revoloteaban y se posaban las moscas, los más desprendían ya un hedor nauseabundo. Diego volvió a quitarse la gorra y Carmen se santiguaba de nuevo y ponía la mano en el rostro del hijo y lo apretaba contra sí queriendo taparle tan horrenda visión. Pensaron que tal vez no deberían haber evitado el centro del pueblo. A punto de llegar a la casa familiar de Carmen, ubicada en uno de los barrios más humildes, en la falda de un cerro, el pequeño Manuel no pudo contener el vómito.



Capítulo 3  (1936) Donde la familia de Manuel conoce el relato de los acontecimientos y el escarnio infligido por los soldados


Aunque la puerta de hoja única disponía de una pequeña aldaba de hierro fundido, Carmen prefirió llamar golpeando la madera agrietada con el exterior del puño cerrado para hacer el menor ruido posible. Oyeron cuchicheos que provenían de dentro, denotando gran alarma, y un angustioso y casi imperceptible “¿quién es?”. “Madre, soy Carmen”, susurró con los labios rozando la irregular rendija entre la puerta y el marco, intuyendo que debían evitar ser oídos por nadie. Abrió Josefa, la madre, se apresuraron a entrar y volvió a cerrar inmediatamente. Allí se encontraron con el hermano más pequeño de Carmen, Andrés, un adolescente que casi doblaba la edad de Manuel. Se abrazaron en la penumbra del interior de la estancia que servía de salón, comedor y cocina, iluminado solo por la luz que entraba por la puerta a medio abrir del pequeño corral y por la que salieron al mismo Luchi y Peligro. La madre rompió a llorar en silencio, tragándose los suspiros, abrazada a la hija sin poder articular palabra. Respetaron el llanto de Josefa y esperaron a que cesara para saber de la familia. “Madre”, susurró Carmen, “¿dónde están padre y mis otros hermanos?”. Josefa volvió a llorar desconsoladamente. Hubieron de esperar otro largo rato, mientras Carmen, dominando su impaciencia, intentaba calmarla. Cuando, por fin, pudo hablar, entre ahogos y con voz susurrante y entrecortada informó entre lágrimas que el padre, Andrés, estaba trabajando en el campo, en la finca de don Joaquín. Sus hermanas Lutgarda y Fernanda también continuaban de criadas en las respectivas casas de sus señoritos de las que, en ese tiempo, no podían faltar ningún día. Desgarrada en lágrimas, les contó cómo las habían detenido hacía solo unos días y quisieron obligarlas a tomar un purgante y raparles posteriormente la cabeza, a ellas que apenas eran unas niñas, sobre todo, Fernanda, que tenía solo diecisiete años, para que confesaran dónde se escondían sus hermanos mayores, Manuel, Antonio y José. No lo sabían, pertenecían a la CNT y habían huido del pueblo el mismo domingo que entraron las tropas, pero no sabían hacia dónde. Se disponían a ejecutar el castigo cuando llegó por fortuna el jefe de Falange, don Gabriel, en cuya casa trabajaba Fernanda, y las libró imponiendo su autoridad con un puñetazo en la mesa que hizo saltar los vasos de purgante, al tiempo que aseguraba que eran buenas muchachas y él respondía de ellas. De los hermanos mayores no habían vuelto a saber y continuó llorando sin consuelo posible. “Bueno, tranquilícese usted”, intentaba calmarla Carmen, “al menos estamos todos vivos”. “Ni siquiera eso sé”, volvió a gemir Josefa pensando en sus tres hijos huidos. “Son fuertes y se cuidarán y ayudarán entre ellos; el Señor quiera que no les pase nada”, deseó Carmen. No se atrevían a pensar si volverían algún día ni cuándo, ni siquiera si volverían a saber de ellos nunca más.
Josefa se preocupó por su nieto Manuel que tenía el rostro lívido. “Ha vomitado”, dijo escuetamente Carmen. La abuela le ofreció prepararle cualquier cosa que sirviera para asentarle el estómago, pero Manuel negaba con la cabeza. No podía tragar ni agua. El hedor de los cadáveres continuaba percibiéndolo en la nariz, le amargaba en la boca y le taponaba la garganta.
Entonces se dio cuenta Carmen de lo mucho que había envejecido su madre y de las ojeras y surcos en las mejillas causados por el llanto continuo y la falta de sueño de tantos días. Cuánto sufrimiento y cuán ajena había estado ella, se reprochaba.
Poco a poco, Josefa les fue relatando los sucesos acaecidos en el pueblo desde el comienzo de la guerra, según los fue conociendo al principio por conversaciones abiertas con la familia y vecinos y posteriormente, desde que entraron las tropas en el pueblo, en la forma sigilosa y clandestina en que aún permanecían.
Declarada la guerra, se hicieron patentes todos los fantasmas agazapados, desatando la locura. Entrecerros permaneció leal a la República neutralizando a las fuerzas de la derecha que apoyaban la sublevación. Grupos de sanguinarios radicales exaltados de los partidos de izquierdas y sindicatos se tomaron la justicia por su mano matando a casi un centenar de hombres entre gente pudiente, derechistas recalcitrantes y curas, además de incendiar iglesias y destruir imágenes de los monumentos de las plazas. Hasta la Virgen de la Gruta, patrona de Entrecerros, se dio por perdida; se decía que había sido quemada y que había obrado el milagro de que con Ella no se incendiara la ermita y de no dejar ningún rastro de ceniza, que se había elevado de su altar ascendiendo a los cielos, transformándose las llamas en luz divina. No sabían que, con aquella matanza, acababan de desafiar a la fiera, lo caro que lo habrían de pagar y las desgracias que aquellas muertes salvajes acarrearían a la inmensa mayoría de la población de Entrecerros. Las tropas sublevadas avanzaban implacables desde el sur. Lograban la rendición de los pueblos sin apenas oposición. Entrecerros, en cambio, les hizo frente, aguantando apenas un día, tras haber destruido puentes para entorpecer el avance enemigo; de poco sirvió. El domingo, nueve, de aquel mes de agosto, con la entrada de los primeros soldados y la bala de cañón que impactó en la torre de la iglesia, el pueblo entero entró en pánico. Carreras, gritos, llantos, el pavor de la gente que aturrullada salía de sus casas, entraba, volvía a salir… y por encima de todo, la voz de alarma que se transmitía de unos a otros “¡corred, corred, al monte, al monte, que vienen los fascistas!”. Y todos los que tenían algo que temer huyeron hacia el norte a esconderse por los montes. Otros muchos indecisos, finalmente, optaron asimismo por tomar idéntico camino. Ocupado el pueblo por el ejército, los derechistas se tomaron la revancha asesinando a su vez a los pocos extremistas de izquierdas que permanecieron en el pueblo y a otros muchos que no lo eran y que no obstante corrieron la misma suerte de forma arbitraria, indiscriminada y cruel. Desde entonces cada noche se llevaban al cementerio, en lo que se conocía como el paseíllo, a un grupo de los muchos hombres que habían hecho presos. Por respeto al camposanto, los fusilaban fuera contra la tapia para enterrarlos después dentro en fosas comunes que habían excavado las propias víctimas, conocedoras de su destino y obligadas bajo amenazas de extrema crueldad inhumana.
Algunos huidos, que llegaron al convencimiento de que no tenían nada que temer, volvieron, se presentaron a las nuevas autoridades, recibiendo como respuesta una pistola en la sien, “¿tú eres de los nuestros o eres un rojo de esos?” y todos declaraban ser de los suyos, quedando libres la mayoría, aunque los más jóvenes eran alistados de inmediato en el ejército sublevado.
Ya fuera por librarse de pagar una deuda o para conseguir la mujer o la novia de otro o por otros inconfesables motivos espurios, hubo desalmados que levantaron acusaciones calumniosas contra vecinos inocentes que fueron encarcelados, primero, para terminar haciendo finalmente el fatídico paseíllo.
Aún se continuaba apresando y fusilando en una angustia sin fin, por lo que la gente se mantenía encerrada en sus casas en un intento desesperado de pasar desapercibidas para evitar ser interrogadas y, tal vez, irremisiblemente condenadas. Entre muertos, presos y huidos, la población había disminuido en casi una tercera parte en el hasta entonces floreciente y populoso Entrecerros para no recuperarse nunca más; Entrecerros quedó mermado para siempre, como habrían de confirmar las décadas futuras. Muchas casas habían quedado desiertas. Algunas familias no limpiaban la parte de la calle que les correspondía, como era costumbre, de modo que sus casas aparentaran pertenecer a las vacías. Se escogía al miembro que menos peligro corría de ser detenido, por lo común los niños, para el acarreo del agua de las fuentes y la compra en las tiendas de ultramarinos en los momentos menos comprometidos por intempestivos. La vida transcurría suspendida entre las cuatro paredes de los hogares, que por fortuna eran maestras de casi una vara de espesor que mantenían una temperatura apacible en el interior, aislándolo de los rigores de aquel verano sangriento.
Diego, muy lacónico todo el día, se mostraba abstraído y taciturno. Carmen sentía el galope del corazón pugnando por abandonar el pecho. De tanto en tanto, cruzaban una mirada cómplice para confirmar que ninguno de los dos podía entender ni mucho menos asimilar tal cúmulo de tragedias. Manuel mantenía la lividez del rostro, sin que pudiera adivinarse si obedecía a las náuseas, a lo que acababa de escuchar de boca de la abuela o a ambos. Nada de lo relatado era novedad para Andrés, que sentía conmiseración por su sobrino y observaba en silencio la pesadumbre, incredulidad y enorme preocupación en los rostros de su cuñado Diego y su hermana Carmen.
Como siempre que visitaba la casa de sus padres, Carmen, aunque en esta ocasión con escaso tiempo porque debían visitar a los padres de Diego, se dedicó a realizar las tareas del hogar, liberando por un día a su madre; aquel día, con mayor ahínco, consciente de la aflicción y el abatimiento que la tenían en un lastimoso estado de agotamiento. Mientras limpiaba las habitaciones y ordenaba las escasísimas pertenencias propias de las casas humildes, Carmen preguntaba constantemente a su madre por dudas que inventaba sobre las tareas, esforzándose inútilmente en distraerla de sus pensamientos. Los asuntos sobre los que conversar estaban limitados. No se atrevía a preguntar por nadie que no fuera de la familia estricta ante el riesgo de que cualquier otro amigo o conocido hubieran corrido una suerte trágica que ahondara las heridas de Josefa. Carmen no quería saber más y estaba segura de que tampoco Diego. Las sienes le latían como golpes de tambor.
Diego le preguntó a Andrés por sus ocupaciones, más por distraerlo y levantarle el ánimo en lo posible que por un verdadero interés que no podía sentir aquel día. Simulando atención, no podía evitar que sus pensamientos estuvieran en las noticias que acababan de conocer, por lo que no se enteró de que Andrés seguía trabajando con su padre en la finca de don Joaquín. Los domingos se alternaban, solo uno podía venir al pueblo y el otro debía permanecer al cuidado del ganado. Había llegado la tarde anterior y se veía en la obligación, para tranquilidad de su padre y la suya propia, de acompañar a su madre todo el tiempo hasta que tuviera que partir temprano al día siguiente, lunes. El resto de la semana, hasta que regresaban al anochecer Lutgarda y Fernanda, lo pasaba Josefa en amarga soledad.
A la hora de la comida, dispusieron la mesa de cajón de la cocina con las patatas viudas que habían estado hirviendo en el anafe desde mucho rato antes y las viandas que habían traído en la quincana. Carmen tuvo que porfiar para que comiera su madre. A su vez Josefa quería obligarlos a comer, pero Diego y Carmen desistieron, no tenían apetito alguno y a Manuel la sola idea le producía arcadas. Solo Andrés tomó algo con desgana. Lo que sobró, casi todo, lo guardó Carmen en la alacena desoyendo la oposición de la madre. “A nosotros no nos faltará en el campo y vosotros podéis necesitarlo”, zanjó.
De nuevo se abrazaron largamente en la despedida Josefa y Carmen arrasadas en lágrimas. “Madre, cuídese, usted es fuerte. Y dígales a mis hermanas que se cuiden también ellas. Y tú, Andrés, cuida de padre”. Seguidos de los perros, abandonaron la casa tan sigilosamente como habían llegado.
Para ir a la casa de los padres de Diego decidieron tomar el camino más corto, atravesando por el centro del pueblo que habían evitado horas antes. Cruzaron varias calles. Copando las escasas sombras de las fachadas, se agolpaban ante un caserón numerosas mujeres, algunas desarrapadas, otras desgreñadas y todas con signos de gran congoja en los ojos enrojecidos. Supieron por una de ellas, amiga de Carmen, que aquella casa era la cárcel improvisada en la que estaban presos sus familiares. Los pocos que habían intentado la fuga habían sido alcanzados y abatidos y, para escarmiento, se había prohibido que fueran retirados los cuerpos que se empezaban a pudrir en las calles. No supo qué decir para reconfortarla. A Manuel le volvieron las arcadas, inexpresiva la mirada, embotada la razón incapaz de asimilar tanta barbarie. Carmen y Diego sentían cómo ellos mismos se derrumbaban por dentro.
Se disponían a continuar el camino cuando fueron interceptados por unos soldados que custodiaban el exterior de la cárcel, cruzados contra el pecho los fusiles asidos con ambas manos. “¿Quiénes sois vosotros y qué hacéis aquí?”, les interpeló insolente un soldado forastero con voz ceceante. Diego llamó a su lado a Luchi y Peligro. “Me llamo Diego. Diego Sanabria Martín”, intentó mostrar la tranquilidad de quien nada teme. “Conque Diego Sanabria Martín…”, anotó el soldado, “¿y cuál es tu mote?”. “Pazguato, Diego El Pazguato”. Manuel sintió mucha vergüenza e indignación. “¡Pazguato!”, se burlaron ruidosamente a carcajadas los soldados. La indignación de Manuel se transformó en una rabia infinita. Vio cómo, junto a él, se apretaba con fuerza el puño y se tensaban los músculos del antebrazo de su padre, que llevaba la camisa remangada hasta el codo. Supo que hubiera podido con todos, pero eran los otros quienes tenían los fusiles. “¿Y ella?”, preguntó el mismo soldado cuando pararon de reír. “Es mi mujer, Carmen”. “¿Y su mote?”. Diego tragó saliva, “Poquita, Carmen La Poquita”. Volvieron las risotadas aún más estrepitosas. Manuel tuvo que contener las lágrimas que le provocaba la ira. “¿El niño es vuestro?”. “Sí, es nuestro”, Diego tenía clavadas las uñas en las palmas de las manos y tensos los tendones como cuerdas, al tiempo que sentía que la bilis le subía quemándole por dentro desde el estómago hasta la garganta. “Entonces, el niño es un Poquito Pazguato”, fue la ocurrencia de otro soldado que provocó en los demás una risa que los doblaba y casi los hacía caer al suelo. Impotentes y sonrojados, soportaron el escarnio. Cuando recobraron la calma los soldados, se atrevió Diego sin saber por qué, “los tres trabajamos en El Manantial, la finca de don Máximo”. Para Manuel fue un bálsamo; su padre lo había equiparado a él y se sintió muy orgulloso. Los soldados cambiaron el semblante, ya no reían. “Dame la cédula de identificación”, pidió un soldado. “No la llevo encima”, se lamentó Diego. Uno de los soldados se dirigió a la cárcel. Vieron cómo en la puerta conversaba con el guardia civil Tarrida, señalando hacia ellos. Entraron y al cabo de un rato, que se les hizo eterno, volvió a salir el soldado que se vino a entregarle un papel a Diego, “toma, esto es un salvoconducto. Aquí están tu nombre y apellidos, Diego Sanabria Martín. Muéstralo cuando un militar te pida la identificación y la próxima vez, traes la cédula para que te la sellen. Ya os podéis ir”. Diego dobló cuidadosamente el papel guardándolo en un bolsillo del pantalón. “Vamos”, tomó Diego a Carmen del brazo con una mano y con la otra a Manuel del hombro. Tras ellos, Luchi y Peligro caminaban despacio y se giraban como desafiando a los soldados.
Manuel se sentía avergonzado y herido, y no por él, sino por la humillación a que habían sido sometidos sus padres y el miedo que habían pasado, al tiempo que orgulloso de su padre y tranquilo con la seguridad que le daba sentir su férrea mano sobre él. Comenzaba a sentirse mejor por primera vez en horas cuando oyeron que de una casa salían estremecedores plañidos de mujeres que se introdujeron violentamente golpeando el cerebro desprevenido de Manuel, viéndose de nuevo abrumado y desorientado por el maremágnum de acontecimientos de aquel día interminable. Diego y Carmen se miraron, continuaron el camino sin detenerse y no dijeron nada. Ambos pensaron que seguramente algún familiar preso habría sido fusilado al amanecer de aquel mismo día en que en el campo escucharon los funestos disparos con más fuerza que nunca.
Llamaron igualmente con cautela a la puerta de la casa de los padres de Diego. “¿Quién es?”, preguntó la voz del padre, Manuel como el nieto, pronunciando la ese en su perfecto castellano de Soria, de donde había migrado en su juventud a estas tierras del Sur. “Soy yo, padre”, dijo en voz baja Diego. Abrió Manuel y se abrazó al hijo mientras entraban, cerrando Carmen la puerta y abrazándose a continuación a Dolores, la madre de Diego, también forastera. Los abuelos besaron al nieto y se preocuparon por su estado, mientras los padres se disculpaban por no haber podido venir antes. Todos se sintieron sosegados al verse sanos y salvos. Afortunadamente Manuel y Dolores, al no tener más familia que a Diego, no habían sufrido ninguna víctima. Cuando Dolores iniciaba el relato de los horrores que se estaban viviendo en el pueblo la interrumpió Diego, “madre, nos lo ha contado Josefa y por hoy ya hemos oído bastante, sobre todo nuestro hijo. Ustedes están bien y eso es lo que importa ahora”.
El abuelo Manuel, como casi todos los que se quedaron en el pueblo y no habían sido apresados, había permanecido con la abuela en casa los primeros días tras la entrada de los soldados en Entrecerros, pero ya se había reincorporado en la última semana a su trabajo en la finca de don Julián. Poco a poco, al igual que el resto de la población más que diezmada de Entrecerros, intentaban recuperar un mínimo de calma por puro instinto de supervivencia y para no caer en la enajenación mental.
Mientras conversaban evitando los asuntos más duros, la abuela Dolores avivó la cocina de carbón, puso a hervir el agua en el puchero, vertió la malta y les sirvió el café con leche en jarrillos de lata a Carmen y Diego sin preguntarles, de modo que no pudieran rechazarlo. Apenas lo probaron por no hacerle el feo. Manuel se negó a tomar el jarro de leche que le puso, no podía, tenía como un tapón en la boca del estómago.
El abuelo Manuel comentó el poder que había alcanzado don Máximo. Se sorprendió de que no supieran a qué se refería. “¿No lo sabéis? Desde ayer es el nuevo alcalde”. Entonces recordaron las palabras de Diego a los soldados y comprendieron el cambio de actitud de estos al saber que trabajaban para él. Por la mente de Diego corrió como una ráfaga que le hizo preguntarse si sería don Máximo quien decidía los presos que eran fusilados. Ni lo sabía ni pensaba que fuera a preguntarlo nunca. No era cobarde, pero tampoco un estúpido temerario. Después de todo qué más daba si era él o no. Los presos estaban siendo fusilados, ya fuera don Máximo o cualquier otro quien firmara la lista de los sentenciados. De todos modos, deseaba saber si era quien firmaba o no y, si no firmaba, si lo aprobaba o se compadecía; no le era indiferente que fuera de una u otra calaña el señorito para el que trabajaban. Pero ahora se trataba de continuar indemnes y pensaba que algún día lo sabría, porque esas cosas el tiempo las termina revelando de manera inexorable.
Les esperaba un largo camino de vuelta y debían partir ya. Se volvieron a abrazar y se suplicaron y prometieron mutuamente que se cuidarían. Abandonaron la casa de los abuelos precedidos de Luchi y Peligro, que desde que llegaron habían permanecido a la sombra de la higuera del corral.
Echaron a andar decididos, encaminándose al centro del pueblo, huyendo de los arrabales, en los que habían llegado a la conclusión de que era más probable que se encontraran nuevamente con cadáveres y, seguramente, se oyeran más lamentos. A la salida del pueblo, una patrulla de soldados les dio el alto. Diego no les dio tiempo a que preguntaran, “trabajamos en El Manantial, del señorito don Máximo”, les dijo mientras les extendía el salvoconducto que acababa de extraer del bolsillo. Un soldado miró el documento y se lo devolvió. “Continúen, por favor”, se puso en posición de firmes, haciendo el saludo militar que imitaron el resto de soldados. Diego y Carmen no salían de su asombro, aunque simularon la mayor normalidad. Manuel miró atónito a su padre y no daba crédito a lo importante que era aquel papel.
A aquellas horas, el camino estaba solitario. Diego se quitó de nuevo la gorra y Carmen se santiguó cuando pasaron ante la cancela del cementerio ahora cerrada. No obstante, se apresuraron a alejarse. Cuando llegaron a la choza, cansados más de la mente que del cuerpo, el sol se escondía tras los montes.



Capítulo 4  (1936) De la pesadilla y fiebre de Manuel y de cómo venció a uno de sus miedos


Fue una noche muy larga. No podían dormir, removiéndose en los jergones que producían el ruido inevitable del crepitar de la hojarasca seca. Cuando, por fin, a Manuel le venció el sueño, comenzó a delirar; hablaba de forma incomprensible, gritaba, jadeaba, temblaba y se incorporaba bruscamente en estado de gran agitación. Su madre se apresuró a sentarse junto a él, hablándole y acariciándolo para tranquilizarlo con su presencia y que ahuyentara el miedo de las pesadillas, pero Manuel no la notaba. No era miedo lo que sentía. Con los ojos muy abiertos y la mirada perdida al frente, veía a su abuela Josefa en la calle, abrazada a sus tías Lutgarda y Fernanda; llamaban llorando a sus tíos Manuel, Antonio y José, que se alejaban corriendo a gran velocidad y, sin embargo, permanecían en el mismo sitio, apenas avanzaban, tropezaban y caían al suelo, arrastrándose unos a otros, rasgándose la ropa y desollándose las palmas de las manos, las rodillas y los codos, volvían a levantarse, a correr, a caer, una y otra vez hasta que, por fin, cuando, extenuados, parecía que no podrían levantarse más, entonces lograban avanzar más deprisa, desapareciendo ante el llanto y la desesperación de su abuela y sus tías, que no apartaban la mirada del lugar por el que penosamente los perdieron de vista y se resistían a que su tío Andrés las condujera a casa. La abuela Dolores, en silencio, estaba arrodillada sola en mitad de la calle, inclinada, con ambas manos sobre el delantal muy limpio y planchado, junto al cadáver del abuelo Manuel, que yacía con una camisa blanca inmaculada abrochada hasta el cuello. Manuel se acercó. A pesar del olor, no sintió asco ni miedo, sino una tristeza y una pena infinitas, se postró junto a su abuela y tomó con ambas manos el brazo que le extendía su abuelo, que con dulzura le miraba desde las cuencas de los ojos vacías. Manuel besó el dorso de la mano inerte del abuelo y la apretó contra su mejilla. Diego había abierto el ventanuco y encendido un candil. Carmen se percató de que Manuel tenía fiebre. Lograron despertarlo para que tomara un amargo vaso de agua con quinina, mientras la llama temblorosa proyectaba sombras en danzas fantasmagóricas que alimentaban las alucinaciones. La madre le refrescó la frente con un trapo húmedo. Poco a poco, se fue aquietando, aunque permanecía despierto. Al cabo de una hora, se volvió a quedar dormido. La madre permaneció sentada a su lado. Con la primera claridad, se volvieron a oír los disparos del cementerio ahuyentando la noche; primero, una descarga al unísono, pasados unos momentos, algunos tiros aislados. Diego comprendió el significado; la descarga que abatía a los ejecutados y los tiros de gracia a los que quedaban moribundos. Manuel se despertó incorporándose de un brinco, ahora sí, asustado. La madre lo abrazó y permaneció junto a él. Sintieron que se les encogía el corazón. Ninguno de los tres pudo dormir más, cada uno sumido en sus propios y dolorosos pensamientos.
Con la luz del día, vieron que Manuel tenía una parte del labio inferior hinchada por la calentura.
Escucharon voces en la gañanía. Diego se acercó para ver qué ocurría. Halló un numeroso grupo de hombres recién llegados, a quienes daba instrucciones el capataz. “Se incorporan hoy al trabajo”, dijo dirigiéndose a Diego, “que le vayan metiendo mano a lo que corra más prisa”. Y a los recién llegados, “este es Diego; él os dirá lo que tenéis que hacer y lo que no sepáis se lo preguntáis”. El capataz tomó del brazo a Diego apartándolo del grupo, “a don Máximo lo han nombrado alcalde”. “Sí, me enteré ayer”, confirmó Diego. “Ahora ya no faltará gente para trabajar en la finca, así que encárgate de que se recupere el trabajo atrasado”. El Jáquima se fue camino del cortijo. Diego preguntó por sus nombres a los que no conocía. Todos se mostraban tensos y nerviosos y Diego supo que habían pasado por el cementerio cuando cavaban la fosa los que fueron ejecutados poco después, cuando los jornaleros aún se encontraban cerca. Se compadeció de ellos porque, con toda seguridad, no sería la única vez que habrían de pasar por ese trance. Los dejó para que se instalaran y tomaran algo, mientras él iba a desayunar y volvía enseguida. La llegada de los hombres le cogió por sorpresa y necesitaba pensar cómo poner en orden las faenas; era una tarea más de las que el capataz se había ido desprendiendo encargándoselas a él.
“Volvemos a tener compañía de jornaleros”, se sentó en un taburete de corcho, mientras Carmen le apartaba el café de las trébedes y vigilaba que no se quemara la tostada. “Manuel, como andas maluscón, hoy te vas con tu madre para que esté pendiente por si empeoras”. “No, padre, ya estoy bien, me voy a trabajar”, habló en un tono tan firme que no se atrevieron a llevarle la contraria. La madre le tocó la frente y comprobó que no tenía fiebre. “Pero te puede volver la calentura”. “No, padre, le digo que ya estoy bien”. “Bueno, a cabezota no hay quien te gane. Llévate las cabras al olivar, que está más cerca, para que te vea yo, no te vayas más lejos; que se queden hoy las ovejas, ya las sacarás mañana si te encuentras bien, o se lo encargaré a alguno de los hombres”. “No se preocupe, las sacaré yo”, se volvió a mostrar seguro Manuel. La madre le obligó a desayunar, leche de cabra y pan con aceite y azúcar, y le preparó la quincana con la comida. “Hijo, ten cuidado”. Manuel se colgó la quincana en bandolera al lado izquierdo, cruzándola al hombro derecho para tener libre el brazo del mismo lado, tomó la garrota, silbó resuelto a Luchi y Peligro y se dirigieron a los cercados, mientras su padre se marchaba a la gañanía a organizar al personal y la madre, a sus quehaceres en el cortijo.
Las ovejas y las cabras se recogían en el mismo cercado. Entraron Manuel y los perros, alejaron a las ovejas y, mientras los perros las mantenían al fondo, Manuel abrió la puerta para que salieran las cabras. El olivar se encontraba a casi un cuarto de legua, distancia perfectamente controlable para Diego, que, como todo hombre de campo, tenía especialmente afinados los sentidos de la vista y el oído. Luchi y Peligro se bastaban para guardar las cabras, que chascaban a su antojo la hierba seca del verano, vigilaban que ninguna se descarriara y que no mordieran las ramas bajas de los olivos. A cada rato, Manuel las hacía mudar de sitio hacia los lugares donde el pasto estaba más alto.
Desde el olivar, vio cómo el grupo más numeroso de hombres se dirigía con las hachas al alcornocal para continuar la saca de corcho, que se había ralentizado con el descenso de jornaleros en el comienzo de la guerra y quedó definitivamente interrumpida desde hacía dos semanas, cuando entraron las tropas en el pueblo y no volvió a aparecer ninguno. Otro pequeño grupo, pertrechado de azadas y guadañas, se dirigió a la huerta que se encontraba al otro lado del cortijo.
Manuel quiso pensar en las vivencias del día anterior, pero un muro le impedía volver a él. Miraba los olivos y recordó que su padre le había dicho que algunos tenían más de cien años. Allí estaban frente a él con sus gruesos troncos grises retorcidos, más de cien años al frío y al calor, firmemente arraigados en el suelo, polvorientos, sin más alimento que la tierra que las raíces horadaban como barrenas ni más bebida que el agua de lluvia que los regaba de tarde en tarde y les limpiaba el polvo, movidos por el viento con el que se polinizaban unos a otros para alumbrar la cosecha de cada año, proporcionando sombra a los hombres y al ganado, produciendo abundante leña de poda para el invierno y, finalmente, derribados por el hacha cuando, aun siendo más fuertes que nunca, la vejez les mermaba la fertilidad. Cuántas veces había estado en el olivar que tan bien conocía y por qué jamás hasta ese día había tenido esos pensamientos. No lo sabía. De nuevo quiso pensar en el día anterior y se volvió a levantar el muro. Faltaba una semana para su cumpleaños y desde que, sobresaltado por los disparos, despertó aquella mañana, estaba seguro de que no era el mismo Manuel. Sintió que la vida se había tornado dura como el pedernal y agria y amarga y le exigía conducirse como un hombre. Las cabras iniciaron una estampida. Vio el alicante del que huían, de una vara de largo y tan grueso como la garrota, erguida la mitad del cuerpo con el hocico respingón en actitud amenazante. Se fue hacia él con decisión, ni se le erizaron los vellos ni sintió cosquilleo en los antebrazos y en las corvas. Alzó la garrota y le reventó la cabeza. “Luchi, ¡jiu!”. Luchi corrió a la izquierda hacia donde le señalaba Manuel. “Peligro, ¡jaaá!”. Y Peligro corrió a la derecha. Entre ambos volvieron a reunir y traer las cabras. Manuel había dejado de ser niño.



Capítulo 5  (1936) Del regalo y consejos de El Lacio y de la camaradería con los descorchadores


Manuel cumplía los ocho años el domingo, treinta, de aquel aciago mes de agosto en que, sin embargo, como un regalo, los despertaron los rayos del sol y no los disparos; quizás, pensaron, el viento del norte que refrescaba aquella madrugada había impedido que los escucharan. Los jornaleros se habían marchado al remudo la tarde anterior y volvían a quedar solos Juan El Lacio y ellos. Diego ya había hablado con el capataz, que le había prometido que a partir del próximo domingo se irían turnando los hombres para que ellos pudieran ir al pueblo con la familia. Diego y Juan se ocuparon de limpiar las cuadras y el tinado de las vacas y de alimentar y abrevar a las caballerías, mientras Manuel echaba de comer a las piaras y bombeaba agua del pozo que conducía por un sistema de canaletas para rellenar los pilones.
 Juan los acompañó en la comida al aire libre bajo el cobertizo de la entrada de la choza. “Manuel”, se dirigió el padre, “le hice un encargo a Juan para hoy que es tu cumpleaños; como no me lo quiere cobrar, que sea él quien te lo dé”. “Bueno, a ver si te gusta”, Juan le extendió un bulto liado en papel de estraza y atado con un cabo de cáñamo. Manuel desató la cuerda, retiró el envoltorio y se le abrieron los ojos con una alegría inmensa. Era una navaja con las cachas de cuerna de ciervo y la virola de latón. Manuel la miraba, la acariciaba y pasaba la yema del dedo por un grabado de puntitos en la virola. “Le he grabado tu nombre. Manuel. Eso es lo que pone”, decía Juan. Manuel lo tocaba una y otra vez y sintió rabia de no saber leer. Sus padres tampoco sabían. “A la hoja le he dado ocho centímetros de largo, lo mismo que los años que cumples”. A Manuel le agradó que así fuera. No le dio las gracias porque en el campo no se dan las gracias, se demuestra el agradecimiento. La empuñadura era perfecta, la rugosidad del cuerno sin pulir impedía que resbalara en la mano, la hoja ancha, fuerte y de reluciente acero acababa en una punta muy aguda, abría muy derecha, quedando firmemente sujeta en la virola. No paraba de mirarla, abrirla y cerrarla y ensalzar lo buena y lo bonita que era y lo contento que estaba. La probó una y otra vez, pelando y sacándole punta suavemente a una vareta fina de olivo y limpiando la hoja inmediatamente después. “Cuidado, que está muy afilada. A partir de ahora, tendrás que afilarla tú”, le dijo Juan. “¡Claro, claro!”, Manuel estaba exultante. “Ten mucho cuidado con ella, hijo, no vayas a cortarte y tengamos un disgusto”, se preocupó la madre. Manuel no la soltaba y la utilizó en exceso para todo en la comida. Cuando terminaron, se la guardó bien en el fondo del bolsillo, corrió al regajo cerca del venero que brotaba por encima de la huerta y anduvo buscando mucho rato hasta que encontró una piedra de arenisca de grano fino, más blanda que dura, alargada, redondeada y con una cara plana. La lavó bien y se convenció de que era perfecta para afilarla cuando lo necesitara, pero aún no, todavía estaba nueva y cortaba como una navaja barbera.
Aquel día de su cumpleaños, supo Manuel que Juan se daba mucha maña, que el tiempo libre lo empleaba en fabricar navajas, trompos, canastos y cualquier objeto que se propusiera o que le encargaran y que vendía a precios que le permitieran sufragar el costo y otras veces regalaba. Diego le recordó el dicho, “Juan, a ver si vas a ser como el sastre de Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo”. “Bueno…, tampoco es para tanto”, le quitaba él importancia, “algunas veces me hacen encargos y me traen mucho más material del preciso y me dejan lo que sobra”. Pero, sobre todo, Juan El Lacio sabía leer y escribir, con lo difícil que debía ser eso. Y Manuel continuaba mirando y manoseando su navaja maravillosa y acariciando su nombre grabado en ella.
A la caída de la tarde, se acercó a la gañanía. Juan estaba solo en la puerta de uno de los barracones, elaborando un canasto de varetas de olivo que cortaba de las que nacían al pie de los árboles, restándoles vigor a las ramas cargadas de aceitunas. Ya tenía consolidada la base y ahora tejía las paredes. Juan lo trabajaba muy despacio, con suma meticulosidad y cuidado, eligiendo las varetas adecuadas, más gruesas para la base, las guías y el asa, más delgadas para urdir el contorno de las paredes. En el campo hay tiempo, las cosas se hacen a conciencia, sin prisas, pero en su momento y a la primera, porque pocas cosas dejan margen para el error; una poda excesiva, una siembra o una recolección tardías, una negligencia en el cuidado de los animales, un apareamiento de las bestias a destiempo no tienen arreglo posible, al menos, para esa temporada. Juan, sentado en su taburete, tejía sobre sus rodillas y Manuel lo observaba a ratos de pie y otros, sentado en el suelo. No podía evitar comparar su navaja con la de Juan. La suya era nueva y más bonita, además la de Juan tenía las cachas de madera y la virola oscura de hierro y la suya tenía las cachas de cuerna de ciervo y la virola dorada de latón, la de Juan era chata y la suya tenía una punta magnífica, pero era Juan quien se la había hecho y regalado y comprendió mejor que nunca que era un hombre bueno y desprendido. Cuando empezó a oscurecer, Juan recogió las varetas en un haz que dejó contra la pared norte de su barracón de la gañanía para que no se asolanaran y guardó el taburete y el canasto en elaboración dentro, al fondo, donde tenía su jergón. Una repisa en la pared acogía ordenados multitud de utensilios necesarios para realizar las más variadas labores. Las herramientas de mayor tamaño colgaban de alcayatas clavadas en el muro de piedra y adobe.
Aquella fue la primera noche que Manuel durmió con la navaja debajo de la almohada, como haría el resto de su vida. Soñó que con su navaja y con las enseñanzas de Juan era capaz de fabricar cualquier cosa por difícil que fuera, nada se le resistía. Dormía con tan placentero sueño cuando los disparos del amanecer, la descarga primero y los tiros aislados después, lo volvieron a sobresaltar. Manuel tanteó bajo la almohada, asiendo y apretando la navaja en la mano, aferrado a ella como a un talismán.
Diego organizó el trabajo de los jornaleros y se volvió a desayunar. “Dicen que ayer no hubo ejecuciones y que no volverá a haberlas los domingos, a petición de los curas, que han dicho que es el día del Señor”. Manuel deseó que el Señor hubiera declarado suyos todos los días, pero El Señor debía ser muy extraño. Claro, que había oído decir a sus tíos Manuel, Antonio y José, ahora huidos, que todo eso del Señor era un cuento para asustar a las viejas. Y empezaba a creerlo, aunque por otra parte, su madre, sus tías y sus abuelas se encomendaban a Él con frecuencia, mientras que sus abuelos Manuel y Andrés no se pronunciaban al respecto, de modo que no sabía qué pensar.
Manuel llevó los cochinos al alcornocal, donde los jornaleros continuaban descorchando. Los alcornoques ya terminados mostraban sus impúdicos troncos lisos como recatados muslos sorprendidos los más recientes y, los demás, como carne tanto más enrojecida por el sol cuanto más tiempo llevaban pelados. Semejaban grotescos cuerpos desnudos, hasta las ingles unos y hasta los pechos otros. Los cochinos hozaban rebuscando bellotas y gruñían y parecían malhumorarse porque no era la temporada y solo encontraban las pocas amargosas que habían caído prematuras. Manuel se sonreía, no los había llevado para que comieran bellotas, sino para hacerlos andar y que dieran buena carne y mejor jamón; ya comerían forraje y desechos de la huerta y los frutales cuando se recogieran en las zahúrdas.
A mediodía, lo llamó un bracero desde la sombra de las higueras junto al riachuelo, “eh, chaval, vente a comer con nosotros”. Manuel dejó a Luchi y Peligro vigilando. Con el sol en lo más alto, el calor hacía que los cochinos remolonearan hasta echarse a dormir a la sombra, anulando el riesgo de que se alejaran. “¿Manuel, no?”. “Sí, ¿y ustedes?”. Y cada uno, desde el suelo donde estaban sentados, menos el cocinero, le dijo su nombre que intentó memorizar, aunque le resultó imposible, eran cincuentaiún hombres. Alguno hizo gracietas con los motes de otros, riendo con camaradería, y a Manuel le sirvió para recordarlos mejor. Manuel se sentó e hizo amago de abrir la quincana, “déjalo, chaval, que El Intendencia ha hecho comida para todos. ¿O es que no te gustan el gazpacho y el conejo asado?”. “Sí, claro, a mí me gusta todo… creo”, dudó al darse cuenta de que le gustaban las comidas de allí, pero no sabía si le gustarían otras desconocidas para él. El Intendencia calculó lebrillos de gazpacho para grupos de cinco y otros dos lebrillos para seis y repartió las cucharas de palo. Manuel se percató entonces de que el golpeteo que había estado oyendo durante tanto tiempo había sido provocado por El Intendencia cuando majaba el gazpacho. Comían con calma, a cucharadas desde los lebrillos. Manuel abría mucho la boca para introducir la cuchara, que le resultaba muy grande y se le trababa en la comisura de los labios. Aunque procuraban estar de buen humor, era inevitable que surgieran comentarios relacionados con la guerra y entonces callaban y comían en silencio con desgana. Al terminar la comida, Manuel supo que habían ordenado a El Matraca y a El Miralejos, dos pobres parias sin oficio ni beneficio a quienes nadie consideraba en el pueblo, que se deshicieran de los cadáveres que yacían por las calles y que amenazaban con provocar una epidemia. Cavaron un hoyo grande en el lejío, transportaron los cadáveres putrefactos en una parihuela, protegiéndose nariz y boca con pañuelos, los arrojaron amontonados, los cubrieron con cal viva y lo taparon todo con la tierra formando un marcado promontorio. Manuel se sintió importante compartiendo con los descorchadores comida, alegrías y tristezas, sobre todo mucha tristeza. Si todos eran tan amigables, tan buenos camaradas, tan trabajadores, ¿cómo era posible que hubiera guerra? Y entonces se acordó de los soldados de la cárcel que los habían ridiculizado. Y de El Jáquima, que se daba tanta importancia. Y de don Máximo, que no sabía por qué le producía una mezcla de temor y odio. Manuel bebió del corcho que llenó con agua del cántaro y llamó a Luchi para que comiera algunos huesos; con el último en la boca, le señaló para que se volviera con los cochinos y llamó a Peligro, con el que hizo otro tanto. Los descorchadores se admiraron y alabaron lo bien adiestrados que tenía Manuel a los perros y Manuel permaneció con ellos hasta que llegó la hora de que echaran de nuevo mano al descorche. Manuel se fue con la piara y azuzó a Luchi y Peligro para que despertaran a los cochinos, poniéndolos en marcha por el alcornocal. A la caída de la tarde, estaba de vuelta encerrando los cochinos en los corrales, donde les distribuyó las hortalizas y frutas estropeadas, algarrobas y cuantos desperdicios eran comestibles para los cochinos y que le había dejado apilados la otra cuadrilla de jornaleros. El reinicio del trabajo en la feraz huerta sin recolectar durante semanas era suficiente como para no tener que añadirle grano.
Antes de volver a la choza, se pasó por la gañanía. Allí estaba Juan en la puerta tejiendo las paredes del cesto. Cuando oscureció, estaba lejos de llegar a la mitad, pero Manuel no dio importancia a lo avanzado o no que iba, sino a lo bien hecho y rematado que lo hacía. Pensó que la fabricación de su navaja le habría llevado mucho tiempo a Juan.



Capítulo 6  (1936) Donde continúan los desastres de la guerra y las sospechas que les infunde don Máximo


Los días continuaban amaneciendo con el lúgubre estampido de los fusiles. Cada disparo los agredía como un aldabonazo en el cerebro que inútilmente pretendían ignorar y, en último extremo, olvidar a duras penas cuanto antes. El domingo se prepararon para ir al pueblo como había prometido el capataz a Diego, aunque el sábado, El Jáquima se mostró inquieto. Le disgustaba perder la presencia de Diego en El Manantial y parecía buscar un pretexto para cambiar de opinión. No lo encontró. Despertaron con los primeros rayos del sol y se alegraron de que no hubieran sonado los disparos; dieron por confirmado que no los habría los domingos. Diego se guardó cuidadosamente el salvoconducto y la cédula de identificación en el bolsillo y emprendieron la marcha con menor recelo que hacía catorce días, esta vez con un borrico en el que iba Carmen sentada de lado con las piernas por delante de los serones. Porfió para turnarse en la cabalgadura con el hijo y el marido. Diego no consintió porque él iba a estar ocioso, mientras ella limpiaría, como siempre, la casa de sus padres. Tampoco Manuel aceptó que bajara la madre para montar él, estaba acostumbrado a caminatas diarias con los rebaños y las piaras y no se cansaba. En la curva antes del cementerio, refrenaron el paso instintivamente. No había nadie, todo estaba en un silencio espeso y frágil, como si fuera a quebrarse en cualquier momento con los gritos desgarradores que precedían al fusilamiento de los condenados. Las altas hierbas secas al pie de los marcos de la cancela cerrada le daban aspecto de abandono, como si no se hubiera abierto en años. A los tres les horrorizaron las manchas de sangre en las tapias, ninguno dijo nada. Diego se quitó la gorra y Carmen se santiguó, como lo hicieron la vez anterior y como lo harían siempre en adelante. Se apresuraron para dejarlo de nuevo atrás lo antes posible. Sabían que el paso por allí sería cada vez un trago amargo.
Desde la entrada de Entrecerros, se avistaba, destacado en el centro del pueblo, el andamiaje que rodeaba la torre de la iglesia y los puntales que la sostenían. Diego pensó en la prisa que se daban en reparar el destrozo los mismos que lo habían causado. Seguro que lo habrían exigido los curas; y don Máximo, que era muy religioso, habría puesto no poco de su parte ahora que además era alcalde. Naturalmente, solo lo pensó y no dijo nada. Diego era de natural parco en palabras, pero desde que comenzó la guerra se había vuelto más lacónico cada día, como todos los entrecerreños, tanto los del pueblo como los del campo, estos últimos ya de por sí menos locuaces. Carmen se apeó, no le parecía decoroso mantenerse a lomos del borrico por el pueblo.
Las fachadas seguían exhibiendo los desconchones de los proyectiles que dejaron el adobe herido al descubierto. Se veían remendadas con tablas claveteadas algunas puertas agujereadas y ventanas que habían perdido los cristales. Eran, no obstante, las menos; la mayoría permanecía sin reparar. Las calles habían mejorado de aspecto y lucían limpias, lo que también Diego atribuyó a don Máximo, que bien sabía él por Carmen que era escrupuloso y muy exigente con la limpieza. Sin embargo, la pulcritud acentuaba la soledad de las calles y resaltaba la decadencia fulminante en que se había sumido Entrecerros, hacía tan poco tiempo tan lleno de vida y ahora asolado por la muerte que no cejaba y cada día se llevaba un puñado de hombres. Cada día. Menos los domingos.
Atravesaron por el centro del pueblo. Decidieron cruzar por la calle de la cárcel, lo que les evitaba dar un rodeo considerable. Allí estaba el numeroso grupo de mujeres dolientes, a quienes día a día el terror iba enflaqueciendo los cuerpos, avejentando los rostros, hundiendo los empequeñecidos ojos enrojecidos, veteando como de escarcha los cabellos y descolgando los hombros doblegados por el peso del miedo y el desasosiego de la incertidumbre. Se arrepintieron de no haber dado el rodeo. Los soldados no los importunaron. Carmen buscó a su amiga. No la encontró. Preguntó por ella y las mujeres bajaron la vista apenadas. “Ayer”, dijo una como hablando para sí. Carmen lloró al comprender que habían fusilado al marido. Incapaz de consolarlas, se apartó por miedo a ser arrastrada a un hondo abatimiento del que no fuera capaz de salir. Mientras, Diego se había acercado a la puerta de la cárcel, donde le sellaron la cédula como le había indicado el soldado hacía catorce días; pese a que no sabía leer o tal vez precisamente por eso, pensó que era conveniente y más seguro disponer de este papel en regla, además del salvoconducto. Aunque apenas pasó más allá de la puerta, apreció que en la cárcel todo era silencio, como si ejerciera, como así era, de luctuosa antesala del cementerio. Diego pensó que los presos se comportarían a propósito de esa manera para no afligir aún más a sus familiares o, al menos, es lo que creía que haría él en su lugar. Por indicación del padre, Manuel se había quedado junto a su madre. Diego salió guardando el papel en el bolsillo y los tres se encaminaron a casa de la familia de Carmen.
Carmen y Manuel entraron por la parte delantera, mientras Diego daba la vuelta para entrar por la puerta falsa por la que se accedía al corral en el que quedaron el borrico y los perros a la sombra de la higuera. La abuela Josefa también había adelgazado y envejecido mucho en las dos semanas transcurridas desde la visita anterior. Se alegraron de volver a ver a Andrés, aunque lamentaron que no estuviera el abuelo. Apenas hablaron, porque la vida estaba en suspenso y había poco de lo que hablar que no fuera sobre la tragedia conocida por todos. Carmen estuvo un buen rato acariciando a su madre, que por momentos se mostraba ausente, preguntándose una y otra vez “qué habrá sido de Manuel, Antonio y José”. Finalmente, se dedicó a limpiar y ordenar la casa. Diego, Andrés y Manuel salieron al corral donde, tras librar al borrico de los serones y aparejos, adecentaron y repararon algún que otro desperfecto, más por entretener el tiempo que no porque hiciera realmente falta.
Carmen no había consentido que su madre hiciera comida; en previsión de que pudieran escasear los alimentos, lo que ya empezaba a ocurrir, traía ella la comida preparada del campo. También les dejó dos conejos que había cazado Diego, una lechera ordeñada aquella misma mañana que vertió en una olla y puso a hervir, algunas manzanas y una sandía grande. Habían decidido llevar lo mejor a las familias, que a ellos no les faltarían frutas y hortalizas, aunque estuvieran algo dañadas. Realmente, el borrico y los serones habían resultado de gran utilidad. La vida no solo no mejoraba, al horror de los fusilamientos y la falta de noticias de los tres huidos se sumaba ahora la penuria de la escasez de alimentos y de todo.
Tras la comida, aparejaron el borrico, le colocaron los serones y se despidieron con la tranquilidad que les infundía el que se verían cada semana. En la próxima, esperaban poder abrazar al abuelo Andrés.
La visita a casa de los padres de Diego fue necesariamente más breve. No faltaba nadie de la familia y eso era una suerte que muy pocas familias tenían. Tampoco había de qué hablar que no fuera de la guerra y sus secuelas de desgracias. Tomaron café y les dejaron un conejo y algunas manzanas. Antes de despedirse les prometieron volver cada domingo.
Camino de vuelta, al pasar por la calle Mayor, se encontraron con un grupo de hombres que rodeaban a don Máximo al otro lado de la calle, muy endomingados y a punto de entrar en el casino. Intentaron pasar desapercibidos, pero don Máximo advirtió su presencia y llamó a Diego que se destocó y acudió a él. Carmen, bajando la vista, y Manuel, sujetando al borrico del cabestro con una mano y la otra en el bolsillo, esperaron sin abandonar el lado opuesto de la calle por el que iban. Mientras hablaba con su padre, Manuel observó que don Máximo no les quitaba la vista de encima a su madre y a él, y Manuel palpaba la navaja en el bolsillo. La madre permaneció todo el tiempo mirando al suelo, Manuel en ningún momento apartó la mirada de don Máximo y de su padre. Vio que eran prácticamente de la misma talla, si acaso un poco más alto don Máximo, aunque tal vez engañaran los relucientes zapatos con tacones más pronunciados que los de las botas de su padre. Don Máximo mantuvo todo el tiempo la cabeza muy alta, con el mentón levantado en ademán de mirar hacia abajo a su padre, quien, en cambio, mantenía la cabeza descubierta ligeramente bajada, mirando a la gorra que sostenía a la altura del pecho con ambas manos, evitando la insolencia de mirar al señorito a los ojos. A Manuel se le reavivó la mezcla de temor y odio hacia don Máximo, que no sabía qué la causaba, pero que sin lugar a dudas sentía de forma visceral. Don Máximo despidió a Diego con un golpe displicente por detrás del hombro, al tiempo que echaba a andar hacia la entrada del casino, como si hubiera necesitado apoyarse en él para arrancar.
Cuando Entrecerros quedó atrás, Carmen preguntó qué quería el señorito. “Nada”, le contestó Diego, “preguntar por cómo van las cosas en El Manantial y le he explicado cómo está todo. Bueno… también me ha preguntado por nuestras familias, en especial por Manuel, Antonio y José. Le he respondido que no sabemos nada de ellos, ni siquiera si están vivos o no. Dice que ande con cuidado y no me meta en líos y yo le he dicho, descuide señorito, que no tiene de qué preocuparse”.
En el cementerio, Diego se estremeció al pensar que en pocas horas algunos hombres morirían contra aquellas tapias manchadas de sangre. Y se volvió a preguntar quién decidía qué hombres debían morir y quién firmaba las sentencias. ¿Don Máximo? El señorito era muy religioso, aunque… ¿ser religioso exoneraba a alguien de ser un canalla? Le asaltaban muchas dudas y nada sabía a ciencia cierta.



Capítulo 7  (1936) De la responsabilidad que asumió Manuel con la familia del pueblo


En la inmensa dehesa de colosales encinas centenarias de El Manantial, abundaban los conejos, las palomas torcaces y cuantiosas especies de pájaros, además de la caza mayor de venados y jabalíes, reservados estos últimos al señorito y a sus amigos y compromisos, gente de escopeta y perro, que decía Diego. Manuel quiso aprender a cazar para contribuir al sustento de sus abuelas y tías, para lo que se sentía tan obligado como sus padres. También los abuelos Manuel y Andrés y su tío podían aportar desde las fincas en las que trabajaban, pero ninguna era tan grande y rica como El Manantial y pensó que era mejor estar preparado para lo que hiciera falta. Descartada la escopeta, para la que ni él tenía edad ni sus padres dinero, y descartados los cepos por ser muy peligrosos para él, su padre le habló de la honda y del tirador; ambos requerían de aprendizaje para manejarlos con destreza. También podía poner perchas para cazar pájaros.
Lo más fácil de construir era la honda, solo se precisaba un trozo de badana y una cuerda partida en dos. Aquel mismo día la tenía hecha y estuvo probando el largo de las cuerdas de cáñamo, que debía serlo lo más posible sin tocar el suelo cuando girara en torno a la mano con el codo flexionado en ángulo recto. También le dedicó un buen rato a averiguar en qué sentido debía girar y llegó a la conclusión de que resultaba más cómodo hacerlo en el sentido de las agujas del reloj. Le pareció que no era un artilugio de precisión y pensó que, sin duda, el David que le contó una vez su abuela Josefa que mató al gigante Goliat debió tener tanta puntería como valor para atinarle en la frente, aunque su tío José le dijo a la abuela “madre, no le cuente usted esos cuentos al niño”, pero la abuela le dijo a Manuel que le hiciera caso a ella. Y él, en honor a su abuela, practicó muchas horas todos los días de aquella semana. Le iba cogiendo el tranquillo y ya acertaba a blancos grandes, así que decidió que seguiría practicando y que llegaría a tener toda la puntería que se pudiera conseguir con una honda, aunque intuía que sería más limitada de lo que quisiera. Por otra parte necesitaba algo más sigiloso; por rápido que pretendiera hondear y por pocas que fueran, las ostensibles vueltas que se requerían espantaban a las presas.
El domingo, además del apacible amanecer de fusiles silenciados, tuvieron la alegría de ver, por fin, al abuelo Andrés; junto a él, la abuela parecía más fuerte y reflejaba un atisbo de esperanza en no sabía qué. A la hora de comer, se presentaron por sorpresa las tías Lutgarda y Fernanda, a quienes abrazaron y besaron con especial cariño, recordando el miedo que les contó la abuela que habían pasado en la casa de la Falange. Siendo tan jóvenes, casi niñas, las calamidades de la guerra habían borrado en ellas todo vestigio de candidez y las había transformado en mujeres resueltas. Estuvieron poco tiempo, solo unos minutos para verlos y enseguida se tuvieron que marchar a las casas de sus señoritos a sus trabajos de sirvientas. Se habían visto y abrazado, estaban bien y no podían pedirle más a aquel día. Manuel le contó al abuelo Andrés sus progresos con la honda y el abuelo le confirmó que era un arma muy rudimentaria y que no cabía esperar mucho de ella para cazar. Él la usaba para ayudar a los perros a ahuyentar a las alimañas que amenazaban al ganado. Manuel, no obstante, estaba decidido a continuar practicando hasta alcanzar la máxima puntería; como nacido en el campo, no soportaba dejar las cosas a medias. No obstante, le gustaría tener un tirador, que seguro que sería más eficaz, para lo que, además de una badana más pequeña y cabo de cáñamo, necesitaba una horquilla de madera para fabricar la manilla y gomas fuertes y elásticas. Buscó en el olivar hasta encontrar una horquilla simétrica, con la separación justa entre las dos ramas del mismo grosor de un dedo anular suyo. Trepó al olivo y con la navaja podó cuidadosamente la rama a muy corta distancia de la horquilla. Ya en el suelo, recortó e igualó ambas guías a la longitud que le pareció adecuada, remató bien los cortes y peló concienzudamente la corteza. Solo faltaban las gomas. A la caída de la tarde, buscó a Juan. Estaba en la gañanía rematando el asa del canasto y esperó hasta verlo terminado. Quedó perfecto, fuerte y armonioso el contorno e impecable el arco trenzado del asa. Juan le puso piedras para comprobar la resistencia y se lo dio a Manuel para que lo tanteara. Casi se le cae al suelo del peso. El canasto no cedió en ningún punto ni se deformó. Manuel alabó el magnífico trabajo y percibió la satisfacción en los ojos de Juan. “Necesito goma para un tirador, ¿sabe usted dónde puedo encontrarla?”. “Pues, mira, casi vas a tener suerte. La que tengo es de cámara de bicicleta, que te puede servir mientras aprendes, aunque las mejores son las coloradas de camión”. Entró en la gañanía y buscó en un arcón que tenía debajo del catre. “Aquí está. Hacen falta una manilla y una badana, cabo para amarrar sí que tengo”. Manuel sacó del bolsillo la manilla y la badana y se las entregó. “Buena horquilla, sí señor”, dijo Juan al tiempo que abría su navaja chata, le trabajó una muesca en redondo a cada ramal de la horquilla, próxima a la punta, donde sujetar las gomas para que no se soltaran. Buscó unas tijeras y, de un solo trazo limpio para que no quedaran incisiones por donde rajaran, cortó dos tiras de goma de algo menos de un centímetro de ancho y le dio cerote a un cabo de cáñamo. “Coge una punta de esta goma y estira del otro todo lo que puedas, a ver si te llega al hombro”. Y Juan las redujo hasta dejarlas del largo adecuado. Manuel tiraba muy fuerte de las gomas, asidas a la manilla primero y a la badana después, mientras Juan fue atando con el cabo y cortando el sobrante con su navaja chata. “Bueno, pues aquí lo tienes”. Manuel antes de cogerlo le pidió “¿por qué no lo prueba usted? Yo no sé”. Juan eligió una piedra, la colocó en la zapatilla y disparó haciendo blanco en un tronco a unos quince metros de distancia. Manuel fue a probarlo, cogió la horquilla con la mano izquierda, se puso la derecha, que sujetaba el proyectil, en la mejilla y realizó un disparo ridículo. “No, no, no. Vamos a empezar por el principio. En primer lugar, tienes que elegir bien las piedras”, y le mostró el tamaño aproximado que debían tener y la forma, lo más redondeada posible. “Ahora coges la manilla así, firme con la mano derecha, que no eres zurdo, ladeada hacia el lado izquierdo y la zapatilla, con la izquierda, estirando bien las gomas a la altura del pecho; si te la pones en la cara y se rompe una goma, que se romperá antes o después, lo más seguro es que te des un zurriagazo en un ojo. No se apunta mirando al tirador, se apunta mirando al objetivo y se calcula. Tienes que tirar muchas piedras y romper muchas gomas para conseguir una buena puntería”. Probó siguiendo las indicaciones de Juan y la piedra salió muy desviada, aunque con una fuerza aceptable. Le pareció que era muy difícil y dudaba de que fuera capaz de hacer gran cosa con el tirador, pero, aun sin convencimiento, probaría. “Juan, le debo las gomas”. “Me traes la primera cotovía que caces y estamos en paz”. “Bueno…, pues anda que no voy a tardar nada…”. “Esperemos que no se mueran todas de una epidemia antes”, rio Juan. Sin convencimiento o con él, ese trato le obligaba a aprender a usar el tirador y a cazar al menos una cotovía para Juan.
Practicaba a diario con la honda y con el tirador. Iba consiguiendo una buena puntería con ambos y se percató de que progresaba más deprisa con el tirador. Perdió la cuenta de cuántos días llevaba ejercitando el tiro y las veces que hubo de reponer las gomas rotas.
Al atardecer de un lunes de finales de septiembre, su padre le entregó una goma colorada que le había encargado a un bracero; era mucho más gruesa y fuerte que las de bicicleta. Con su ayuda, el padre cortó las tiras de goma del mismo ancho y largo que las de bicicleta a las que reemplazaban y se las colocó al tirador. Manuel probó en vacío, sin piedra, comprobando la violencia del latigazo de la zapatilla. Puso una piedra y la lanzó a una distancia nunca antes lograda con las otras gomas, aunque con menos control. En un par de días, consiguió no solo recobrar la puntería que tenía, sino superarla. Le sobraban oportunidades para disparar a las más diversas aves y pájaros, pero no lo hizo. Por fin, un día a media tarde, vio una cotovía merodeando cerca del rebaño de ovejas. Se apostó y esperó pacientemente con el tirador preparado hasta que la tuvo a tiro y le disparó acertándole de pleno; corrió a cogerla y rematarla de un chocazo contra el suelo para que no sufriera y la guardó en el morral. Cuando encerró el rebaño, cogió la cotovía y corrió a buscar a Juan. “Vaya, no les has dado tiempo a extinguirse”, bromeó Juan. “Es lo primero que cazo. Se lo debía”.
La tarde del primer sábado de octubre, después de comer, salió de caza. Escondido en una higuera del regajo, abatió un gorrión, un chamariz y dos tórtolas. Le llevó mucho tiempo y paciencia, pero estaba más que satisfecho. Ya de vuelta, vio moverse un conejo que se quedó agazapado en un matorral. Llevaba el tirador cargado, como acostumbraba, le tiró, el conejo agitaba las patas pero no podía huir; lo levantó asiéndolo de las patas traseras con la mano izquierda y con la derecha lo desnucó de un golpe fuerte y seco detrás de la cabeza. Llegó a la choza, sacó las presas del morral y recibió las alabanzas de sus padres, orgullosos de él. Al día siguiente, domingo, los halagos se repitieron en casa de los abuelos Andrés y Josefa, a quienes dejó el conejo, e igualmente en la de los abuelos Manuel y Dolores, que recibieron las tórtolas. La vida en el pueblo se hacía cada día más agónica por la escasez de alimentos. Se prometió hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar a que su familia no pasara hambre.


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