martes, 12 de abril de 2011

1.-Mi pueblo, retazos de una época: contradicciones y extravagancias


De siempre ha sido y lo sigue siendo, afortunadamente, un precioso pueblo serrano, en el que nací y donde transcurrió mi infancia: Cazalla de la Sierra, conocido por sus licores y por hechos históricos entre los que cabe destacar el haber albergado durante un par de meses, por prescripción médica contra la depresión que sufría, a Felipe V, antes El Animoso y a la sazón El Melancólico, y con él a buena parte de la corte y que ya estaría malito para no curarse ni en mi pueblo.
Bien, voy a referirme en estos retazos al periodo de mi infancia, desde principios de los años cincuenta hasta mitad de los sesenta, tiempo en que parecía no existir la enfermedad de la depresión, ya que la gente bastante tenía con ocuparse y preocuparse por subsistir como para no tener tiempo de deprimirse. Eso es lo que pensamos muchos de aquellas generaciones, no sé si con razón o no, que a lo mejor es que estaba todo tan deprimido que no había lugar a hacer distingos.
Lo que sí existían entonces en mi pueblo eran curiosas contradicciones y extravagancias.
La primera contradicción que me viene a la mente es la de los colegios. Había dos para los niños: la escuela de Olivera -sus lemas, “la letra con sangre entra” y “quien bien te quiere te hará llorar” ¡y vaya si se cumplía lo uno y lo otro!- , un infierno que convertía en purgatorio a la de la novela del mismo Charles Dickens, y Los Escolares. La de pago, la de Olivera, para la clase media -familias de medio pelo más bien- y la gratuita, Los Escolares, para la clase alta. El mundo al revés. Bueno, había un tercer colegio, el Colegio Profesional, pero eso era otra cosa, con más forasteros internos que gente del pueblo. Las niñas por su parte iban al colegio de las Hermanas de la Doctrina Cristiana y eso es cosa suya.
Otra contradicción la constituía el Cinema Cazalla, un cine magnífico: las entradas más baratas, las del patio de butacas con asientos de madera y las más caras, las del gallinero, que no era tal en mi pueblo sino una selecta grada superior con mullidas butacas acolchadas. Bien mirado, la simbología parecía responder a una lógica estricta: clase alta arriba, clase baja abajo.

En cuanto a extravagancias, cabe hacer mención en primer lugar de la cárcel, que pasó a ser Instituto de un día para otro sin apenas modificaciones, siendo los lugares de recreo las celdas con sus barrotes y todo y el patio de los presos. Tengo que reconocer que dentro estábamos seguros, no así fuera donde estaba el peligro en el poco espacio que había, como la resbaladera de la cuesta que miraba al Moro, por la que cayó un chaval apellidado Abril un día que había llovido y que terminó de bruces sobre unas chumberas en un suceso tragicómico: todos nos llevamos las manos a la cabeza dando por cierto que saldría hecho un cristo y milagrosamente no se clavó ni una sola espina, ya que la lluvia las había reblandecido al extremo de hacerlas inofensivas. Pero el susto fue de aúpa, sobre todo el suyo y el del que le empujó.
Curiosamente en el Instituto desaparecía como por ensalmo la distinción de clases, aunque dado lo siniestro de las instalaciones dudo si se igualaban al alza o a la baja.
Por último, las cosas de don Leonardo Castillo, conocido hasta hace muy poco en todas partes como el Padre Festivales, que lo mismo organizaba una celebración tan solemne como un Congreso Eucarístico, no, en Roma no, ¡en Cazalla!, en 1965, que yo participé de monaguillo junto a mi amigo Ponce en la clausura solemne oficiada por el cardenal Bueno Monreal, como sus viajes con toreros al Vaticano, audiencia con el Papa incluida, o la visita de la entonces muy famosa Mary Santpere, que se congregó todo el pueblo en el Paseo del Carmen para verla y ¡vaya que si la vimos!, como que sobresalía con su fenomenal estatura por encima de todo el paisanaje.
Y mientras tanto, yo cantaba de solista con voz de tiple en distintas celebraciones religiosas –sí, soy el niño que cantaba por aquellos años- en la parroquia y en Santa Clara y, sobre todo, canté muchas misas de difuntos sin saber que el cura, él, cobraba por la música, pero no lo supe hasta mucho tiempo después ya con voz de bajo, o sea, que no vi un céntimo. Alabado sea el Señor, que todo lo cría menos la lana que la crían las ovejas, que decía mi madre, y que le aprovechara al difunto don Leonardo que en gloria esté.

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