sábado, 16 de abril de 2011

2.-Mi pueblo, retazos de una época: trece días para los trece


Amigos de la pandilla.
Detallaré aquí lo más granado de los amigos de juegos y aventuras que recuerdo de la barriada, que tenía otros en el colegio pero éste estaba en la otra punta del pueblo y sólo lo eran de fatigas, que en la escuela de Olivera, todo penurias, no había ni recreos.
Manolo el de Almuedo, un portento de habilidad cagando en el campo sin bajarse el pantalón, corto, por supuesto, sino recogiendo un pernil; él fue mi primer amigo, su familia se marchó muy pronto del pueblo y fue como si me dejara huérfano.
Antoñito el gordo. Volvíamos un día del colegio y a la altura del bar del Percha nos cruzamos con un hombre que le preguntó:
-Niño, ¿dónde compra tu madre los garbanzos?
A lo que él respondió de inmediato:
-Donde tu padre se afila los cuernos y compra la cebá (cebada).
Y pies para qué os quiero. Echamos a correr porque nos hubiera partido la cara, a él por lo que dijo y supongo que a mí por cómplice.
El Gordito, que no sé por qué le llamábamos así, porque no lo era en absoluto. Entre sus hazañas es de destacar que se tiró de bruces al tiempo que metía la mano en un agujero del vallado de piedra de una finca para coger una bicha grande y gorda que vimos escondiéndose. No lo logró y no fue porque no porfiara. Me dejó acojonao y pensé que se había vuelto loco. Entre ambos con los tiradores –no, no los llamábamos tirachinas- rompimos las tacillas (aisladores) de los postes eléctricos a lo largo de más de medio kilómetro entre el cuartel y el Lagar Don Juan, dejando los cables colgando. Un día le apunté de broma como si yo fuera Guillermo Tell y él el niño, se me escapó el tiro y, afortunadamente y porque teníamos una puntería envidiable, no le dí, aunque sí le rozó el pelo, que casi le hago la raya, y quedó demostrado que el chinote –llamado así, no chino- habría hecho blanco de pleno en la manzana.
Reina, nieto de El Vieja, guarda de la finca Los Manantiales y a quien mi amigo le sacaba hábilmente valiosa información que nos permitía campar por ella a nuestras anchas sin ser sorprendidos.
José Manuel el Jilguero, felizmente casado muchos años después con Angeles la Canaria, ambos vecinos del Golondrino.
Angel el Mojino, buenísima gente y siempre dispuesto para lo que hiciera falta.
Raspaqueso, largo como un día sin pan. El único con bicicleta de dos ruedas, los demás ninguno sabíamos montar todavía.
El Chillío.
Los Goro, huérfanos de madre, vivían con su abuela.
Los Castro, Pepe y Jacinto.
Los Cueto, uno de ellos en su afán por aprobar Educación Física realizó la prueba del salto de altura lanzándose de cabeza y a poco se descalabra, que estábamos en el patio del Instituto (otrora de los presos) y el piso era de hormigón armado.
Los Ortiz, en su casa, sentados en el suelo del salón comedor, vimos por primera vez la televisión (El llanero solitario, Bonanza, el hombre del tiempo Mariano Medina). En la tienda del Canario, unos dentro y otros a través de la ventana o la puerta del patio, veíamos las corridas de toros y el partido de fútbol de la final de la Eurocopa, España-Unión Soviética, con el legendario gol de Marcelino. En el colegio profesional colándonos por una ventana veíamos Guillermo Tell los sábados por la noche a las tantas, aunque para ello teníamos que aguantar la matraca insoportable e interminable del monólogo de un cura. Esos eran todos los televisores que había en la barriada.
Los hermanos Miguel, Marcelino y Benito, hijos de Marcelino y doña Pepita Molina.
Antonio Villalobos, incansable, con quien jugué a la pelota durante horas.
Manolo el de Fermín, el que alejaba más con la meada.
Ricardo el de la droguería.
Gago, con él jugué en la fábrica de Anís Miura donde trabajaba su padre. También en el llano de delante de su casa, donde poco después se construyó la barriada Santa Clara, me ayudó a quitarme de encima un carnero que se empeñaba en molerme a trompazos.
Y mi hermano Fernando, un émulo del todavía entonces no conocido Félix Rodríguez de la Fuente, protector de todo bicho que encontraba y de los que tenía siempre en casa guardados primero y más tarde escapados y desperdigados por todas partes con el más que comprensible sofocón de mi madre ("canalla, que me vas a condenar a los profundos infiernos"). Hasta quiso llevarse un gato que creíamos rabioso y que, domeñando con decisión la resistencia del felino, rescató victorioso sacándolo en brazos desde el centro de un túnel que como prolongación de la cuneta cruzaba bajo la carretera.

Enemigos.
También los teníamos y los constituían por motivos diversos pandillas ajenas a la barriada de “las casas baratas” o el cuartel, que estaban juntos.
Los litris, llamábamos así a los que considerábamos los niños ricos. Con ellos manteníamos disputas que se dirimían en un partido de fútbol en el que se atendía más a las espinillas que al balón. En una ocasión junto al Paseo del Carmen la cosa terminó en una pelea tremenda a puñetazo limpio entre un litri y uno de los nuestros, el Cano, que no vivía en la barriada, y en la que nadie más podía intervenir. Salimos perdedores tanto del partido como de la pelea y en ambos por paliza, siendo más doloroso el resultado de la pelea, sobre todo para nuestro contendiente que acabó con la cara como un ecce homo aunque con el honor intacto.
Los nuevos de la barriada de Santa Clara, de reciente construcción sobre el antiguo cementerio, bien que lo sabíamos nosotros, que vinieron a disputarnos nuestros dominios, fundamentalmente el olivar y el hoyo grande, lugares sagrados que teníamos bien señalados desde siempre con meadas y algo más. Con estos las discusiones se resolvían directamente a pedradas. Nunca hubo heridos de gravedad sólo porque el Altísimo es misericordioso.
Caso aparte eran unos hermanos a los que apodábamos los Chichos, que iban desde Sevilla sólo en verano a una de las casas baratas, a los que zaheríamos cuanto podíamos como litris infiltrados y cuyo único delito consistía en nuestra envidia cochina porque tenían bicicletas y balón y botas de reglamento. Casi nada en aquellos tiempos…
Todo esto es lo que perdí con gran pesar cuando mi familia abandonó el pueblo, trece días antes de cumplir yo los trece años.

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