viernes, 22 de abril de 2011

4.-Mi pueblo, retazos de una época: fechorías


Las peleas a pedradas no se limitaban a las que manteníamos con los de Santa Clara. Las había también dentro de la pandilla y se originaban por nada y menos. Todavía hoy lamento la pedrada que le di a Miguel en la rodilla, que la asomó en una esquina del edificio de la cooperativa, y recuerdo lo que sufría para poner a mi hermano a salvo, cosa que siempre conseguí y el único que le dio pedradas y en la cabeza fui yo mismo por otros motivos. En una de las peleas desgraciadamente y por accidente le hice una brecha en la frente a Salmerón, un bendito hombre muy mayor y enfermo que solía sentarse a la puerta de su casa a tomar el sol. Siempre me he arrepentido por ello, puñetera piedra tan delgada y tan plana que la desvió el viento.
Matar gatos. Sí, era cruel, pero no hemos venido ahora aquí a ponernos bien puestos. Por delicadeza no detallaré los procedimientos, valga con saber que morían y quedaban sepultados bajo un montón de piedras, todo al mismo tiempo. Uno de los que matamos pertenecía a un mayor, Máximo, que nos sorprendió cuando la faena andaba mediada y como nos parásemos temiéndonos lo peor nos invitó a continuar para que no sufriera, licencia que aprovechamos con entusiasmo. Después nos reprendió educadamente pero no nos dio de hostias, sorprendentemente para nosotros.
Apedrear perros. Era instintivo y no había nada que pensar, excepto en no fallar. Tan sólo respetábamos a los nuestros, los del cuartel, Yi, un magnífico mistolobo, y Paco, un perro de agua más listo que el hambre. Los queríamos y nunca hubiéramos permitido que nadie hiciera con ellos lo que nosotros hacíamos con los demás. A Curro, el boxer de Cristina Mancha, le teníamos unas ganas enormes –y él a nosotros-, pero era vecina y había que aguantarse; todo lo más que le hicimos fue azuzarle en una ocasión a Yi, que lo corrió y no le permitió refugiarse en su casa porque se pasó de frenada, llegando hasta la esquina del chalé de Ovelar, un centenar de metros más allá, donde le dio alcance y desde donde tuvimos que llamarlo para que no lo dejara tieso allí mismo. Curro pasó días sin atreverse a asomarse a la puerta.
Romper tacillas con el Gordito desde el cuartel hasta el Lagar Don Juan ya relatado y desaguisados semejantes. Y es que le tirábamos a todo lo que se meneaba y a lo que no, también.
Robar fruta en Los Manantiales, finca en que teníamos mitificados los frutales por vedados, ya que les temíamos a los perros que no nos dejaban nunca un resquicio para burlarlos. Una noche en que supimos por Reina el de El Vieja que el señorito daba una fiesta nos apostamos en la finca colindante del Cortijillo –no confundir con el Cortijito- escondidos tras unos haces de varetas de olivo y cuando lo creímos seguro comenzamos el asalto. Ladraron los perros y el señorito salió con linterna y escopeta, nos enfocó y nos disparó. Corrimos a escondernos al lugar de partida, esperamos un tiempo y volvimos a la carga. Y así varias veces, que alguien había dicho que no eran cartuchos de perdigones sino de sal y le creímos todos. Vaya usted a saber de qué eran los cartuchos. Sin duda fue la acción consciente más temeraria que realizamos jamás.
Arrasar el melonar entero de El Cortijito –no confundir con el Cortijillo-. Caímos un atardecer la pandilla entera como plaga bíblica sobre los melones y sandías, que estaban riquísimos y en el punto de maduración perfecto. Comimos hasta hartarnos y cuando ya no podíamos más, destrozamos lo que quedaba. Era fácilmente imaginable la cara que se le pondría al guarda a la mañana siguiente. Fue a poner la correspondiente denuncia al cuartel, dentro del cual estábamos la mitad de los malhechores.
Robar, no, comer habas del Cortijillo –no confundir con el Cortijito-. Estábamos el Gordito y yo comiendo en el habar cerca de la vereda que lo separaba de Los Manantiales y por la que pasaron unos arrieros. Nos advirtieron que se lo dirían al guarda, pero creímos que hablaban en broma. Al poco rato el guarda, abuelo de un amigo, a poco nos mata al Gordito o a mí con una piedra como un puño de grande que nos lanzó con la honda antes de exclamar "¡ay, granujas!". Corrimos sin poder dar crédito a la barbaridad del viejo.
Destrozar el colegio nuevo (el Grupo Escolar) antes de que se inaugurara. Cristales, bombillas y enseres varios fueron asolados. Fue denunciada toda la pandilla y citados sus componentes al juzgado. Casualmente yo no había participado porque había salido del colegio de Olivera ya de noche, que era norma que lo que hiciera el primero de la clase hasta las cinco de la tarde lo teníamos que hacer los demás aunque no supiéramos. Y no sabíamos, si no había ningún castigado que nos hubiera enseñado, ya que en el colegio estábamos desde los cinco a los diez años y eran los mayores, cuando el maestro los castigaba, los que enseñaban a los pequeños, que él no tenía tiempo material y se dedicaba a enseñar a los más avanzados y a tomar la lección a los demás. Mi padre habló con el juez para aclarar esta circunstancia, lo que no me libró de ir a declarar al cabo de unos días y, como no había nada que temer, nadie me acompañó, viéndome solo en el juzgado ante un funcionario primero y más tarde ante el juez, un hombre imponente. Cuando me hizo pasar a su gabinete, sólo acerté a tartamudear al tiempo que me temblaba compulsivamente la barbilla, que se negó a desistir hasta que se encontró bien lejos del juzgado. Me sentí claramente damnificado, ya que los que sí habían realizado los destrozos fueron otro día acompañados por sus madres. Bueno, en realidad me consideré culpable en conciencia, ya que mi inocencia sólo fue casual y se la debía al método didáctico de Olivera, que de no haber sido por él yo también habría asistido con mi madre.
La vara de mierda. Una ocurrencia que tuvimos no recuerdo bien si Antonio Villalobos o el Gordito y yo mismo. Embadurnamos una vara en una mierda, excepto la empuñadura por donde la llevaba uno de nosotros y nos fuimos a buscar a las niñas. Cuando localizamos a dos o tres de ellas en el llano cerca de la noria empezamos a discutir entre nosotros fingiendo que íbamos a pelear y para estar en igualdad de condiciones le dijimos a una de ellas que nos tuviera la vara, que se va a enterar éste. Ella que coge la vara y no por la empuñadura precisamente: “guarros, asquerosos” y lloraba mientras miraba cómo limpiarse con toda urgencia.
La caja de zapatos. Justo en mitad de la calle y frente a donde estaba en aquel tiempo una emisora de radio pusimos una caja de cartón. Todo el que pasaba por allí, niño o adulto, no podía evitar la tentación de arrearle un buen puntapié. Se lastimaron y bien no pocos pies, que la caja tenía dentro una piedra de unos tres kilos y, claro, nadie la había puesto una y otra vez.
En conclusión, que si un hijo mío con esas edades hubiera hecho la mitad de lo que hacíamos nosotros, lo habría echado de casa. Por terrorista.

No hay comentarios: