martes, 19 de abril de 2011

3.-Mi pueblo, retazos de una época: los juegos


Antes de comenzar cada juego, para elegir equipo o para decidir quién comenzaba se echaba a suertes. Las modalidades eran a pares o nones, a la china -uno mostraba los puños cerrados, en uno de los cuales había una china, y el otro tenía que elegir una mano, ganando si acertaba la que tenía la china- y, por último, a pies, ganando el que conseguía el monta y cabe.
Fútbol con cualquier tipo de pelota, de goma o de plástico, que el balón de reglamento era un lujo del que sólo disponían ocasionalmente Raspaqueso y cada verano los Chichos. Jugábamos hasta que la pelota se pinchaba o se rompía, que algunas veces, las menos, era mucho lo que aguantaba y las más de ellas, frustrante, porque nos duraba un suspiro. Un problema menor era cuando se embarcaba en algún tejado, árbol o casa de un vecino; siempre ideábamos cómo rescatarla, que no estaban los tiempos para darla por perdida por semejantes nimiedades. Si se trataba de un patio o de un corral, la pedíamos insistentemente hasta conseguirla si había alguien en la casa; en caso contrario era tan fácil como saltar la tapia en un visto y no visto. Si se quedaba en un tejado o en un árbol, el problema era menor ¿o para qué teníamos los tiradores además de para matar pájaros?
Los cates. Normalmente, para dos participantes. Cada jugador se hacía de una piedra lo más redondeada posible y el juego consistía en que uno lanzaba la piedra y el otro tenía que intentar darle un cate con la suya al tiempo que debía hacerlo con la suficiente fuerza para que, si no lo conseguía, no se lo dejara fácil al contrincante en el siguiente lanzamiento. El camino de casa al colegio y viceversa lo hacíamos casi siempre jugando a los cates, por lo que evitábamos el centro del pueblo yéndonos por las afueras, por el camino del matadero. Yo creo que aprendíamos a contar desde muy pequeños jugando a los cates, que la puntería era mucha y los tanteadores amplios.
El trompo, al redondel con la matraca –una trompa vieja sin púa- como señuelo en el centro. Se tiraba el trompo para intentar darle a la matraca hasta que era un trompo el que quedaba dentro del círculo y ahí los demás se ensañaban, que para eso se le quitaba la púa original que traía de serie y se llevaba a la fragua de Cortijo para sustituirla por una carnicera. Pegarle de lleno con la púa a un trompo contrario y abrirlo en dos dejando al dueño apesadumbrado era una satisfacción inenarrable.
La lima, con la tierra húmeda después de llover. A Loli ¿o fue a su hermana Monte? la de los compadres –padrinos de mi hermano- a poco más la entuerto por rebotar al tirarla en el camino seco y pedregoso que bajaba del cuartel a la carretera. Benito, el hermano mayor, me perdonó la vida.
El aro. El Mojino, los Goros, el Gordito eran verdaderos virtuosos en su manejo, realizando todo tipo de filigranas.
Los cromos. Como las perras –gordas o chicas- escaseaban, resultaba imposible juntar una colección, por lo que nos los jugábamos a la pared, que consistía en ir dejándolos caer de uno en uno y alternando el jugador desde la altura de un metro aproximadamente de una pared al suelo; se ganaban los cromos que pisaba el cromo que caía y, si no pisaba ninguno, se quedaba en el suelo expuesto a que te lo ganara otro; por ello, se procuraba usar los repes.
Las bolas o bolindres, no canicas, eran de barro y se rompían con mirarlas. Los que las tenían de acero, de los cojinetes, eran la envidia de los demás.
La billarda, ¡qué satisfacción cuando se le endiñaba de lleno lanzándola bien lejos! Se contaba la distancia alcanzada usando el palo como unidad de medida, agachándose una y otra vez, que si bien era cansado, no nos importaba agacharnos cuantas más veces mejor.
Salto de la piola, con derecho del saltador a espolear el culo del burro –el que la quedaba- con el talón tan fuerte como su habilidad le permitiera al tiempo que ejecutaba el salto, que podía ser a entera o a medias, según decidiera el que iniciaba la ronda: entera, si se saltaba sin pisar después de la raya; media cuando el burro estaba lo bastante lejos –se distanciaba un paso largo después de cada ronda- como para que hubiera que dar uno o más pasos o medias. Los había que a la espuela añadían el hincar en la espalda del burro los nudillos en lugar de apoyarse con las palmas. Cambiaba el burro, quedando el primero que no consiguiera saltar.
El látigo. Consistía en hacer una hilera cogidos de las manos y echar a correr todos a la vez, cuantos más y más rápido mejor. Cuando el de la punta de la izquierda paraba se iban parando paulatinamente el resto según les permitía la inercia y todos sujetaban tan fuertemente como podían a los que aún corrían, hasta que los últimos, que solían ser los más pequeñajos, salían revoleados; los guarrazos eran magníficos.
La navaja. Este juego tenía especial saña. Se practicaba cuando estaba el terreno blando, no embarrado, después de la lluvia. Los participantes, de rodillas o en cuclillas, formaban un corro. Cada jugador por turnos tenía que hincar una navaja en el suelo arrojándola de distintas formas: colocada sobre la palma de la mano, sobre el revés de la mano, sobre el puño cerrado y, por último, tres veces cogiéndola por la punta. Una vez terminado el juego, se cogía un palillo de unos cuatro centímetros de longitud con una punta afilada y cada uno de los vencedores lo golpeaba tres veces con las cachas de la navaja intentando enterrarlo lo más posible, tanto que lo normal es que quedara por debajo del nivel del suelo. El perdedor tenía que sacarlo con la boca mordiendo la tierra y, si no lo conseguía, se le sometía a un gazpacho, que consistía en introducirle por debajo de la ropa todo tipo de hierbas, cuanto más molestas, mejor.
En resumen, unos angelitos. Había otros juegos como el pañolito, las cuatro esquinas, la comba, el diabolo, al esconder (escondite), la gallinita ciega, las prendas… pero eso eran juegos más de niñas aunque no exclusivos y a veces los jugábamos con ellas. En verdad los únicos que teníamos prohibidos los niños eran el de las casitas y el de las muñecas, so pena de quedar estigmatizados como mariquitas para siempre.

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