jueves, 28 de abril de 2011

y 6.-Mi pueblo, retazos de una época: los mayores


Haré una semblanza de los personajes adultos que más recuerdo de aquellos años.
José Ponce. Algo mayor que yo, era un niño que por necesidad, por su exacerbado sentido de la responsabilidad y porque tenía un corazón que no le cabía en el pecho le tocó hacerse adulto antes de tiempo, ya que el padre quedó incapacitado por un accidente en el campo y él tuvo que ejercer de hombre de su casa. Cuidaba de su madre, su hermana y una tía, además, por si no tenía bastante, se convirtió motu proprio en mi protector, lo que nunca le agradeceré bastante. Pasados unos años volví a visitarlo en Cazalla y me anunció que se casaría con María Luisa, pero que ella no sólo no lo sabía sino que ni siquiera todavía mantenían relación alguna. ¡Y se casó con ella! Olé ahí tus bemoles, Joseíto. Quiero añadir que él encabezó una excursión, a pie naturalmente, a la que nos llevó a Miguel, a Antonio Caballero y a mí a la Cartuja de Cazalla, cuando la iglesia de la misma era utilizada de tinado para las vacas y donde no se podía pisar por una cuarta de porquería que cubría el suelo; apartamos unas piedras, dimos con el acceso a la escalera de caracol que subía hasta la cúpula y pudimos ver a través de una ventana las pinturas al fresco que aún hoy se pueden contemplar. Cada vez que visito ahora la Cartuja inevitablemente revivo aquella primera vez.

Magdalena la que tenía tantos hijos. A tantas criaturas las alimentaba y vestía las más de las veces de la caridad, pero no le faltaba, por más que en aquellos días había que hacer juegos malabares con la economía y se vivía de fiado hasta que se podía pagar a final de mes en la tienda del Canario, o sea, que se vivía al día menos treinta; para cualquier otra compra extraordinaria había que recurrir al largo me lo fiáis de los diteros. De qué vivían los bancos era un misterio –hoy también, pero por otras razones-, que las familias no podían permitirse abrir una cuenta.

Pepe el guarda. Un hombre mayor próximo a la jubilación, tranquilo y bonachón que se ocupaba de arrancar por la mañana el motor de la noria y pararlo por la noche. Y nosotros nos ocupábamos de darle guerra; por las noches antes de que hiciera su visita de todos los días para parar el motor, amparados en la oscuridad, nos subíamos la pandilla al completo, silenciosa, a la higuera que había junto a la alberca donde abrevaban los caballos del cuartel, que ambas distaban unos quince metros de la noria; cuando llegaba, imitábamos el canto del cuco y cuando nos descubría –“¿os vais a reír de mí?”- bajábamos corriendo y dispersándonos en todas direcciones, menos la suya, mientras él nos increpaba llamándonos granujas y sinvergüenzas.

La de las teresitas. Se trataba de una vecina que padecía de jaquecas y aseguraba que sólo se le aliviaban poniéndose dos o tres santateresas –mantis religiosa- en el pelo, sujetas con horquillas y ¡vivas!, que daba cosa que se te acercara, aunque ya nos parecía casi normal, acostumbrados como estábamos a verla siempre así, con el atavío de las santateresas por montera con sus cómicos movimientos de balanceos y manoteos.
El Mojino padre. Tenía comentarios para todo y a todo le hablaba: viendo los toros en la casa del Canario, su tercio preferido era el de picadores, “dale ahí, dale ahí, que ese está ya hecho filetes”; cavando a pico y pala las zanjas de los cimientos de la futura barriada Santa Clara, besaba cada hueso que desenterraba al tiempo que exclamaba “por si es de un familiar mío”; y desenterró muchos.
El guardia Luna. Lo más impropio de guardia que había, que se pasaba el día ideando más travesuras que toda la pandilla junta. Desafió a mi hermano a que, si no hacía lo que le dijera, era un mariconazo. Y la propuesta que le hizo fue la de cortarse el flequillo, lo que hizo mi hermano sin dudarlo ni un instante, que tardó el tiempo que empleó en ir a casa a por las tijeras, el honor por encima de todo… la misma semana que tenía que hacer la primera comunión; por mucho que le recriminara mi madre, más se reía Luna; hubo que llevar al niño a ver qué milagro se podía hacer a la barbería de Carmona, a la que le temíamos por los tirones que daban las maquinillas y cada vez nos engañaban convenciéndonos que esa vez le iban a poner una zapatilla para que no tirara; y, almas de cántaro, no escarmentábamos, que siempre les creíamos. Por descontado, mi hermano fue quien llevó el pelo más corto el día de la primera comunión.

El Pajareta. Un fantasma al que jamás vimos, pero oíamos su voz amenazante y nos asustaba la fiereza de sus perros cuando pasábamos por las cercanías de su finca. No obstante le ganamos algún que otro envite por la parte trasera del cortijo, por donde atajábamos para ir al Lagarito, consiguiendo mangarle alguna fruta, que esta sí que era realmente prohibida y no la del Edén.
El Hijo de su madre. Se decía que le llamaban así porque quería mucho a su madre y cuando murió frecuentaba a menudo el cementerio, incluso se aseguraba que dormía algunas noches sobre la tumba. Lo que sí sé cierto es que conducía el biscuter de Camuñez y un día que no arrancaba me pidió que le empujara, lo que pude hacer sin ayuda de nadie más y sólo con nueve o diez años, tal era lo minúsculo del remedo de vehículo.

El cojo Durán. Dueño del cine Villarromana, se desplazaba en su coche de caballo, de un caballo, y siempre a unas velocidades que para sí quisieran muchos vehículos de la época.
Angelito Martínez. Parece que era la persona que sustituía al alcalde en su ausencia y cada vez que veíamos el camión de CAMPSA decíamos que eran las siglas de “Cuando Angelito Martínez Pueda Ser Alcalde”.
El cabo Lira. Cabo de los municipales, conocía todo lo que pasaba en el pueblo y siempre estaba limpiándose el luto de las uñas con una navaja. Uno de sus guindillas me quitó el tirador que acababa de hacer con mi padre, quien fue a buscarlo al bar del Golondrino y lo recuperó al tiempo que le decía que si quería uno para sus hijos que se lo hiciera con los mismísimos, que su trabajo le había costado a él hacérmelo a mí.
Don Manuel Calero. Fue el párroco hasta que lo trasladaron a Sevilla, siendo sustituido por don Leonardo. Era un hombre muy respetado en el pueblo porque se le tenía por un hombre serio y, en efecto, lo era más que El Viti. En la confesión antes de la primera comunión todos rezábamos para que no nos tocara con él; a mí me tocó y más que una confesión por mi parte se trató de una bronca por la suya; si con razón no queríamos que nos tocara…
Don Francisco Puigmal Pujol. Un cura catalán ya anciano y de quien todo el mundo pensaba que había perdido la chaveta, que acudía estrictamente a la iglesia a decir sus misas; cuando llovía, el camino lo hacía chapoteando en los charcos. El resto del tiempo lo dedicaba en su casa a un invento que le tenía quitado el sueño: una máquina de movimiento continuo. Un artefacto que le ocupaba el salón comedor de su casa en la calle Parras. Ponce, que lo estuvo asistiendo durante su enfermedad, me explicó con detalle los principios en que se pretendía basar el mecanismo para producir el movimiento continuo, aunque, lastimosamente, solo recuerdo de forma imprecisa que se fundamentaba en la propiedad de flotabilidad y para ello el elemento central consistía en una gran rueda rellena de agua y un corcho que debía provocar el movimiento flotando en la misma a través de un sistema de compuertas. Le ayudaba un carpintero en la fabricación de las piezas que le encargaba y a quien había conseguido transmitir su entusiasmo. De vez en cuando se les oía exclamar por la ventana que daba a la calle ¡ya!... y volvía a fallar. Y perseveró intentándolo una y otra vez hasta el fin de sus días, una gran pérdida no tanto para el pueblo o la Iglesia cuanto para la ciencia.

Timoteo. Viudo y solitario era el organista y sochantre de la parroquia. Con él canté muchísimas misas de difuntos y otros actos litúrgicos.

Bermejo. Arriero, inconfundible por su baja estatura, una chaqueta que le quedaba más completa de lo debido, la mascota perenne calada en la cabeza y una vara al cinto que no es que fuera larga en exceso, pero que casi le arrastraba. Cuando lo veíamos pasar con la reata de borricos le cantábamos una canción “la inteligencia de Bermejo olé, los burros le hacen caso y olé” y él nos decía de todo menos bonito. En una ocasión fue denunciado porque los burros estaban por la carretera sin control y, mientras él porfiaba por encender el mechero de mecha, el juez le decía que tenía que ponerle una multa de veinte pesetas, a lo que él, que no conseguía encender, le respondió “trae pacá candela, veinte peheta”.

Potoco. Era un hombre también bajito célebre porque llevaba siempre los bolsillos llenos con todo lo que encontraba y que lo mismo se dedicaba a un barrido que a un fregado, vamos, que no tenía un oficio definido. En una de las grandes festividades de la Virgen del Pilar en el cuartel, después de la misa de gala en la parroquia y de cantar “Viva la media naranja, viva la naranja entera, vivan los guardias civiles, que van por la carretera…”, estuvo de pinche de cocina y bebió como el que más, teniendo que llevarlo el guardia Martínez a su casa echado en una carretilla de mano, estampa digna de verse, que había un trecho largo que recorrer. Parece que al día siguiente con la resaca se tomó un bote entero de Okal y como viera que su mujer se puso a blanquear la casa, le preguntó que para qué y ella le contestó que para que estuviera presentable para el velatorio porque se iba a morir.

El Juanaco y el Fatigón. Dos rateros de poca monta que no terminaban de salir de la cárcel de Sevilla cuando tenían que volver a ingresar. Parece que Juanaco era de los más veteranos en ella y cada vez que volvían a encerrarlo el director inmediatamente lo destinaba a la cocina, donde comía mejor que en el pueblo y de ahí que se esforzara para que lo detuvieran cuanto antes.
Finalmente, un hombre verdaderamente insigne, Don Jose María Osuna, un médico eminente, reconocido y respetado por todo el pueblo, al que no se dudaba en acudir en los casos más delicados. Uno de ellos fui yo mismo que con unos tres años me tragué una puntilla de no menos de cuatro centímetros, que cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas; me hizo una radiografía y recuerdo que la sala tenía un gran ventanal que daba a la calle y por allí pasaron y me vieron dos monjas en el preciso momento en que yo me encontraba en cueros. Don José María me remitió a Sevilla –entonces sólo viajábamos a la capital para conocer los hospitales- por si surgían complicaciones y fui visto por el doctor Loscertales en el Hospital de las Cinco Llagas, hoy sede del Parlamento Andaluz; la puntilla, siguiendo el curso natural y sin más complicaciones, terminó abandonando mi cuerpo por el postigo de los garbanzos, que decía mi suegro. Don José María, que se trasladó a Sevilla tras su jubilación, y que era natural de Carrión de los Céspedes, está enterrado en Cazalla, que algo quiere significar. Ese algo es que Cazalla enamora a propios y extraños, dejando una huella indeleble de añoranza en los períodos que estamos fuera y aunque el período sea sólo uno y dure toda la vida.

Aquí pongo punto y final a los relatos sobre aquella época en mi pueblo, que fue toda mi infancia, de la que guardo tantos recuerdos o lo que es lo mismo, emociones, si he de creer los versos del sabio Antonio Machado:
"Sólo recuerdo la emoción de las cosas,
y se me olvida todo lo demás;
muchas son las lagunas de mi memoria”.

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